
Pentecostés que era la fiesta de la cosecha pasó a ser la fiesta de la Alianza que Dios había hecho con su pueblo en el monte Sinaí. Dios que había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, hizo con él Alianza. De ahí brota la liberación, que comenzó en la salida de Egipto y que llegó a su plenitud en los diez mandamientos. La verdadera libertad del hombre depende, por tanto, del encuentro con Dios y de sus mandamientos.
Por eso en Pentecostés, el pueblo celebra el don de la ley, que lejos de ser una restricción o abolición de la libertad, es el fundamento de ésta y ese será el origen y fundamento de su constitución como pueblo de Dios, el pueblo que tiene a Dios como fundamento de su libertad.
El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y de fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos y así da origen a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.
El viento y el fuego que bajaron sobre la comunidad de los discípulos es ahora el desarrollo del acontecimiento del Sinaí y le da una amplitud nueva. El nuevo pueblo de Dios es un pueblo que viene de todos los pueblos, de modo que la Iglesia en su inicio es católica y esa es su esencia más profunda.
San Pablo lo explica diciendo: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un mismo espíritu. En la Iglesia caben por tanto todos los pueblos, no hay olvidados ni despreciados y en ella todos somos libres en cuanto que estamos unidos a Cristo Jesús.
Nosotros cerramos continuamente las puertas, buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios, pero, así como Cristo salió del Padre y se abajó al venir a nosotros, el descenso que nos pide es el del amor que es la verdadera subida, la verdadera altura del ser humano que es el mismo Cristo.
Él, al soplar sobre los discípulos les da el Espíritu, un gesto que nos recuerda la creación del hombre en el Génesis, donde se nos dice: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida». Desde entonces, la vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.
El evangelio nos llama pues a vivir en el espacio del soplo de Jesucristo y a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte, nos podrá arrebatar.
«La paz con vosotros» dice Jesus a los discípulos. Esta paz no es algo, sino que es él mismo que se nos da especialmente en la Eucaristía; en la comunión de vida con Cristo y así llevar la paz de Cristo al mundo.
Que el Espíritu nos guíe en el conocimiento de la paz que viene del Señor y de cumplir sus mandatos, es decir de poder identificarnos con la voluntad del Padre, que se nos da en el momento presente y que quiere que nos salvemos y lleguemos a la verdad plena en el amor.