
San Vicente Ferrer, nace en 1350 en Valencia en el seno de una familia cristiana formada por Guillen Ferrer y Constanza Miquel.
Cerca de la casa de los Ferrer está el Convento de Santo Domingo, que Vicente ya de niño empieza a frecuentar y en el que poco a poco va perfilando su vocación.
El contacto con aquellos frailes le hace recapacitar y ver que es lo que Dios quiere de él y no duda en decir si a lo que Dios le pide: ser Fraile predicador.
No fue fácil dar el paso, parece ser que los impedimentos se multiplicaban, pero finalmente y acompañado de su madre ingresó en el Convento de Santo Domingo exclamando:« solo vos Señor, solo vos».
Sus primeros años de formación transcurren en Valencia, y posteriormente en Lérida y Barcelona. Pronto se observa en él un talante especial y una inquietud por saber y por dar lo que sabe a ejemplo de Santo Domingo.
De regreso a Valencia, ocupa diferentes cargos, hasta ser nombrado Prior, pero también es cada vez mas conocido y valorado en su saber y en su predicación hasta tal punto que el Papa lo llama como hombre de confianza.
El accede, pero, reconoce que esa situación no debe alargarse, entre otras cosas porque estamos en un momento de cisma y esto deberá acabar pronto. Todo lo cual le lleva a una profunda crisis que incluso parece hacer en mella en su salud, hasta el punto de que parece ser que una rara enfermedad está acabando con su vida.
Pero en esos momentos de debilidad es cuando, la presencia de Jesucristo y de Santo Domingo, tal y como el relata, le invitan a recuperarse y a predicar el Evangelio.
Algunos verán en este detalle el sentido apostólico de su apostolado, pues al igual que los apóstoles es enviado por Jesucristo a predicar y a anunciar el Evangelio.
Comienza así la segunda etapa de la vida del santo. Una etapa marcada por la predicación, tan peculiar suya y por los signos que la acompañan.
Muchos pueblos y ciudades sienten la fuerza de su palabra y de sus signos puesto que detrás de ellos hay alguien que posee la fuerza de Espíritu, pues de lo contrario no podría realizar esos signos ni pronuncia semejantes palabras. Pensemos en sermones de cuatro y cinco horas, de largas caminatas, de vida penitente y de muchas horas dedicadas a la oración y al trato con los demás.
Son los últimos veinte años de su vida. Veinte años que son los que le convertirán en el gran apóstol que todos conocemos y que, en medio de una situación histórica marcada por la pobreza, el analfabetismo, la enfermedad y la muerte, a todos lleva la esperanza y la confianza que vienen del Señor muerto y resucitado y a todos anuncia el Evangelio de la paz. De ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, San Vicente a todos lleva la buena nueva de la salvación que Dios nos ha otorgado por medio de Jesucristo. Un antes y un después se puede observar tras su presencia en dichos pueblos y ciudades. Tras su predicación muchos recobran la fe, se reconcilian con Dios, rehacen su vida y desean entregarse a las buenas obras. La salvación ha llegado y en aquel pueblo o ciudad todos le recordarán porque además en muchos de ellos ha dejado signos palpables, milagros que prueban la fuerza y la verdad de la palabra predicada.
Cada año al recordarlo, todos sentimos también un sentimiento profundo de gratitud y de admiración hacia él, por su respuesta a Dios y por su dedicación plena y total al ejercicio de la predicación sin interponer nada que lo pudiera impedir.
La fuerza de su palabra fue capaz de levantar un mundo que estaba caído y en la oscuridad, lo que es para nosotros también un claro ejemplo de la fuerza del Evangelio. Y como éste evangelio vivido y anunciado tiene la fuerza de regenerar al hombre y de convertirlo en nueva creatura, capaz de amar y de hacer posible un mundo mejor.
Pidámosle que nunca nos falte la fuerza de su ejemplo ni su intercesión, para que todos nosotros podamos ser testigos de Jesucristo allí donde estemos y donde nos encontremos. En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo