
Tras la profesión de fe de Pedro, Jesús se puso en marcha hacia Jerusalén para la fiesta de la pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza de la liberación definitiva y allí va a inaugurar una nueva Pascua como cordero que se inmola.
Sabe que en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará por siempre a los suyos y les abrirá un camino de liberación hacia la comunión con el Dios vivo, un camino al que Jesus nos invita si es que nos atrevemos a seguirle en su camino de cruz, porque en la cruz, en su abajamiento, es donde comienza nuestro ascenso hacia Dios; en la medida en que vamos dejando atrás nuestra soberbia y nuestro orgullo, que nos atraen hacia el mal y no nos dejan elevarnos hacia Dios.
Pero ¿cómo liberarnos de ese peso que nos abaja y poder ascender a la altura de nuestro verdadero ser, a la altura de la divinidad?
Muchos pensadores como San Agustín o Santo Tomás han dado por sentado que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo a la altura de lo divino, solo Jesucristo es el que hace aquello que nosotros no podemos hacer, pues nos eleva a la altura de Dios a pesar de nuestra miseria. Jesucristo, en su amor crucificado, es el que nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Vayamos con el Señor hacia Jerusalén, hacia lo alto, purificados por la contrición y reconociéndonos necesitados del perdón, manifestemos al Señor nuestro deseo de ser justos, de que nos lleve él hacia lo alto y nos haga capaces de abandonar la soberbia que nos ciega y así nos permita albergar un corazón puro.
Dejémonos guiar por él hacia Dios, para aprender de Dios mismo el modo correcto de ser hombres.
El no viene para destruir, no viene con la espada, el viene a curar, a sanar y a mostrarnos a Dios como el que ama y su poder como el poder del amor de modo que amarle, pasa por amar al prójimo como a nosotros mismos y el verdadero culto, será en Espíritu y verdad, en nuestro interior y junto a los que le buscan con sincero corazón.