4º Domingo de cuaresma, ciclo A

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El domingo pasado, Jesús prometió a la samaritana el don del «agua viva». Este domingo Jesús cura al ciego de nacimiento, revelándose como «luz del mundo». El domingo próximo, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como «la resurrección y la vida». Agua, luz y vida, son los símbolos del bautismo, que nos libra de la esclavitud del pecado y nos da la vida eterna. Todo nos recuerda que el tiempo de cuaresma era para los primeros cristianos el tiempo de preparación al bautismo en la gran vigilia pascual de la noche santa.

Hoy es también el domingo «laetare», que nos invita a alegrarnos, a regocijarnos, como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística. Para nosotros, la razón de esa alegría es Jesus que cura al ciego y que pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe. «¿Crees en el hijo del hombre?…creo Señor»(Jn 9,35-38). La fe que ilumina nuestra vida es motivo de alegría y de gozo.

En contraposición de esta alegría están los fariseos que no quieren aceptar el milagro y se niegan a aceptar a Jesús como Mesías.

Por otra parte están los discípulos, que según la mentalidad de aquel tiempo consideran que la ceguera es fruto del pecado, suyo o de sus padres. Jesus, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios». Jesus manifiesta la voluntad de Dios que quiere que el hombre tenga vida y vida en abundancia.

Y nosotros ¿qué actitud adoptamos frente a Jesús? También nacimos ciegos por el pecado de Adán, pero en la fuente bautismal fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado nos había destinado a la muerte, pero en Cristo muerto y resucitado resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados. En su nombre podemos vencer el mal con el bien.

Jesus con un poco de tierra y de saliva hizo barro y lo unta en los ojos del ciego, un gesto que alude a la creación del hombre, cuando Dios lo saca de la tierra modelada y animada por el soplo divino. Luego Jesus es el que con la curación realiza una nueva creación y este será el sentido de todas sus curaciones y milagros.

Finalmente, tanto Jesus como el ciego son expulsados de la sinagoga pero al ciego curado Jesus le revela que ha venido al mundo para distinguir a los ciegos curables de los que no quieren curarse, porque cegados por el egoísmo y el orgullo, prefieren las obras de las tinieblas a las de la luz.

Que también nosotros, nos dejemos curar por Jesús en esta cuaresma y que, confesando nuestra miopía, nuestra ceguera, nuestro orgullo, nos preparemos a renovar la gracia del bautismo en la gran vigilia pascual.

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3º Domingo de Cuaresma, ciclo A

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Todos tenemos el peligro de no buscar en Dios la respuesta a las expectativas más íntimas del corazón, sino de utilizarlo como si estuviera al servicio de nuestros deseos y proyectos.

En la primera lectura de Ex 17,3-7, el pueblo hebreo que sufre en el desierto por la falta de agua, se lamenta y llega a levantarse contra Moises. Incluso llega a poner en duda la presencia de Dios. Concretamente, el texto que hemos leído dice así: «Habían tentado al Señor diciendo: “Está o no está el Señor en medio de nosotros”» (Ex 17,7) El pueblo exige a Dios que salga al encuentro de sus expectativas y exigencias, en lugar de abandonarse confiado en sus manos, y en la prueba pierde la confianza en él. Esto mismo nos ocurre a nosotros cuando no sabemos abandonarnos a la divina voluntad y quisiéramos que Dios realizara nuestros designios y colmara todas nuestras expectativas, lo que muestra una religiosidad contaminada por elementos mágicos o meramente terrenales.

El tiempo de cuaresma nos invita a la conversión. El salmo responsorial nos recordaba: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”» (Sal 94, 7-9).

El símbolo del agua aparece también en el Evangelio que hemos escuchado de Jn 4,5-42. En el diálogo con la samaritana Jesus le pide: «dame de beber» una petición que pone en marcha en la mujer un proceso que finalmente le lleva a ella a pedir a Jesus agua, manifestando así que en toda persona hay un deseo profundo de Dios y de su salvación. Una sed que solo puede saciar el agua que ofrece Jesús, el agua viva del Espíritu.

El prefacio que leeremos en la misa de hoy dice: «al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino».

En ese diálogo de Jesús con la samaritana, nos vemos reflejados también nosotros y nuestras comunidades y especialmente va dirigido a los que se preparan a recibir el bautismo, la confirmación y la comunión.

La samaritana se transforma en figura del que se ha iniciado en la fe, que desea el agua viva y es purificado por la palabra y la acción del Señor.

Pero también a todos nosotros ya bautizados, se nos invita a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, el verdadero deseo de Dios que vive en nosotros. Jesus quiere llevarnos hoy al encuentro con él, y de ahí nace la fe y el testimonio, pues una vez que el Señor conquista el corazón de la samaritana su existencia se transforma y corre inmediatamente a comunicar la buena nueva a su gente.

Primer Domingo de Cuaresma

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El pasado miércoles, miércoles de ceniza, entrábamos en la cuaresma ¿qué significa entrar en la cuaresma?

Significa que entramos en un tiempo que nos llevara a la Pascua y en el que vamos a experimentar, como Jesus en el desierto que el mal, está presente en nosotros, en nuestro mundo y a nuestro alrededor y que lejos de descargar el mal en los demás, en la sociedad o en Dios, reconocemos nuestra responsabilidad en él y nos disponemos a afrontarlo de forma consciente. Así lo hizo Jesús y así se nos invita a hacerlo a nosotros. Por tanto, un camino de seguimiento, que renovamos y afianzamos al entrar en la cuaresma

De este modo, queremos manifestar nuestro deseo de afrontar el mal junto con Cristo y llegar con él por el camino del desierto, que es el camino de la cruz a la victoria del amor sobre el odio, del compartir con los demás sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia.

Así pues, entramos en la cuaresma porque también nos sentimos tentados, de abandonar a Dios, para abandonarnos a nosotros mismos, a nuestro orgullo, a nuestro pecado. Y por ello se nos invita a entrar en el desierto para encontrarnos con la palabra de Dios y dejarnos guiar por ella, para encontrarnos con el Dios de Jesucristo, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

Para salvar a la humanidad, Dios interviene en la historia, eligiendo un pueblo y liberándolo de la esclavitud para conducirlo a la salvación.

Dios sigue liberando a su pueblo, a todos nosotros, por medio de Jesucristo, que es el que nos salva del mal del pecado y de la muerte; del dominio del tentador, origen y causa de todo pecado y que se opone con todas sus fuerzas a ese plan salvador como lo vemos en el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto que hemos proclamado en este domingo primero de cuaresma.

Entrar en la cuaresma es entrar en un tiempo litúrgico en el que lo fundamental va a ser ponerse del lado de Cristo y vivir con él nuestra lucha contra el mal. La escucha de la Palabra, la oración, el ayuno, la limosna, los sacramentos, serán para nosotros vías que nos llevarán a estar con él y a no separarnos de él que es el que consuma y lleva a cabo nuestra salvación.   

7º domingo del T.O. Ciclo A

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La primera lectura del libro del levítico nos habla de la llamada a la santidad. Y junto a esta llamada a la santidad encontramos también la llamada a amar al prójimo como a sí mismo, que Jesus invoca cuando le preguntan por el mandamiento más importante de la ley. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo serán pues el resumen de la ley, que tiene como meta la santidad de Dios, es decir la participación de su misma vida.

En el Evangelio seguimos escuchando el sermón de la montaña y hoy Jesus nos da una clave para vivirlo: «Sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto».

Ser santo, o ser perfecto, nos parece algo muy elevado, algo que está al alcance de muy pocos; a la mayoría esto nos viene un poco grande, pero en realidad se trata de vivir como hijos de Dios cumpliendo su voluntad. Si Dios es Padre, nosotros debemos vivir como hijos, y el hijo es el que sabe lo que al Padre le gusta y lo pone por obra.

Jesús, nos recuerda como nosotros podemos hacer lo que a Dios le agrada:

«Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro padre celestial». Esto es algo profundamente nuevo y a la vez nada nuevo, es algo que o lo hacemos en el nombre de Jesús o no lo hacemos. Esto supone un estar en él y un vivir en él que es el que cumple la voluntad del Padre, entregándose por todos nosotros. He aquí el amor en su expresión máxima, pues nadie había dado su vida por un enemigo y Jesus lo ha hecho. Luego eso de amar a los enemigos, él lo cumple hasta las últimas consecuencias.

¿Seremos nosotros capaces y dignos de vivir en este amor?

Sí, en la medida en que nos sabemos inmersos en el amor de Dios. Alguien decía que, si un pez se pusiera a enumerar lo que le rodea, lo último de que se daría cuenta es de que está rodeado de agua. Pues también nosotros, en la medida en que tomamos conciencia de que el amor de Dios nos rodea, podemos vivir, expresar y manifestar ese amor que es el que movió a Jesus a dar su vida por nosotros cuando aún éramos pecadores.

Este es el estilo de vida, tan antiguo como a la vez nuevo, que el Señor inauguró y que nos hace caminar por la senda de la santidad y de la perfección. Este es el estilo de vida que han vivido todos los que se ha tomado en serio su ser cristiano.

Que podamos pues amarnos y acogernos como hermanos e hijos del Padre que está en los cielos y participar así de su perfección.          

6º Domingo T.O. Ciclo A

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Después de exponer las bienaventuranzas, que son la carta magna del Reino, Jesus, nos habla en el Evangelio de hoy de Mt 5,17-37 de la plenitud de la ley: «no he venido a abolir, [es decir a quitar la ley] sino a dar plenitud». Y dirigiéndose a los discípulos añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos».

¿Pero en qué consiste esa plenitud de la ley y esa mayor justicia?

Jesús lo explica mediante una serie de antítesis o contrastes entre la manera de vivir los antiguos mandamientos y la manera de vivirlos ahora. Por ejemplo, cuando dice: habéis oído que se dijo a los antiguos no matarás, y el que mate será reo de juicio. A lo que añade: Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano, será procesado». Y así hasta seis veces. Claro que ese «yo os digo» sobre todo a los que le escuchan no deja de ser inquietante ya que está indicando ni más ni menos que él tiene la misma autoridad de Dios, fuente de la ley. Entonces Jesus es el que nos da el Espíritu, el que lleva la ley a su plenitud, de forma que deja de ser algo vacío para ser algo lleno, lleno de amor.

Si hemos entendido bien el mensaje de las bienaventuranzas, el mensaje de que Dios nos ama en nuestra realidad, sea la que sea, entonces ese amor de Dios nos mueve a amar y esa es la plenitud de la ley, esto es: Amar como Dios ama y más aún, saber que ese amor no se acaba, como hoy a veces escuchamos, sino que es un amor que tiende también a la plenitud, como nos decía San Pablo en la segunda lectura de I Corintios 2,6-10: «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman y Dios nos lo ha revelado por Espíritu». Por tanto, es el Espíritu el que nos hace vivir de un modo nuevo, no ya en el mero cumplimiento, sino en el amor que se da, que se entrega, que perdona, que acoge, que es fiel, que nos da una mirada nueva, que nos mueve al respeto mutuo y a la piedad sincera.

Seguir a Jesús es acogerle en el otro, especialmente en el que sufre y hacer posible una sociedad más solidaria y mas cristiana. El camino que él nos invita a recorrer es el que él mismo recorrió, el de la entrega sin límite, y que pasa por la afirmación del otro, en el que se descubre la imagen de Dios, de forma que amar al prójimo es amar a Dios.

La primera lectura del libro del Eclesiástico nos invitaba a saber escoger la senda que hemos de seguir: «Ante los hombres está la vida y la muerte y a cada uno se le dará lo que prefiera».

5º Domingo del T.O. Ciclo A

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El Evangelio de las bienaventuranzas del domingo pasado nos permitió ver que la vida del cristiano es nueva ya que ha descubierto que tiene sentido, y que no es absurda, pues estamos llamados en medio de todo lo que vivimos  y nos rodea a la felicidad de saber que nada nos puede separar del amor de Dios; la consecuencia de todo ello es lo que hoy nos dice el Evangelio: que el cristiano es sal y es luz.

La sal, es para nosotros sinónimo de preservación de los alimentos y de sabor. Para el hombre oriental es también sinónimo de Alianza, de solidaridad, de vida y de sabiduría. La luz es para nosotros, sinónimo de vida.

Cuando Dios crea, la primera obra que realiza por medio de su Palabra es la luz. Por eso la Palabra de Dios se la compara con la luz, como se proclama en los salmos: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» y nosotros estamos llamados por tanto y en este sentido, a ser luz. El profeta Isaías nos lo recordaba en la primera lectura: «Cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies el alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el medio día»

El que sigue a Jesús, está llamado por tanto a ser sal y luz. Como sal está llamado a dar sabor y a hacer que el mundo no se corrompa, de la misma forma que la sal impide que se corrompan los alimentos. Como luz está llamado a recordar que Jesucristo es la luz del mundo, y como tal es el que hace nuevas todas las cosas.

San Pablo en la segunda lectura, nos habla también de esa sabiduría que es fuerza de Dios y que fundamenta nuestra fe. «Me presenté ante vosotros débil y temeroso, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios». «La fuerza se realiza en la debilidad», nos dirá en otro lugar.

Dios no necesita de nosotros, pero se hace presente por medio de nosotros. Somos nosotros los que necesitamos de Dios, porque él es nuestra fuerza y esa fuerza se hace presente, cuando desaparece nuestro orgullo y nos convertimos en apóstoles y profetas, en sal y luz capaces de iluminar las sombras y poner sentido a lo que somos y hacemos.

Que vivamos alegres en su presencia y juntos invoquemos su Santo Nombre.  

4º Domingo del T.O. Ciclo A

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El Evangelio nos presenta este domingo el primer gran discurso que Jesús dirige a la gente allá en las colinas que rodean el lago de Galilea. El Evangelio nos lo presenta así: «al ver Jesús la multitud, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos».

Jesús aparece, así como el nuevo Moises que proclama desde el monte el Evangelio de las bienaventuranzas, que son la carta magna del reino, donde declara bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre y sed de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos. ¿Qué es todo esto sino la expresión del deseo más profundo que hay en nuestro corazón? ¿No es este un deseo que toca nuestra condición humana en lo más profundo? ¿no deseamos todos que la pobreza termine, que el que llora deje de hacerlo, que el perseguido deje de estarlo? Pues bien, Jesús declara que este deseo profundo de nuestro corazón es también el deseo de Dios.

En efecto, cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de los que lloran. Las bienaventuranzas son, un pasar de la cruz a la resurrección, en nuestra existencia. Son en definitiva un retrato del Hijo de Dios, de Jesús, que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación.

Dice Pedro de Damasco, un antiguo eremita. Que «las bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el Reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios…una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra».

En la medida en que somos imagen de Cristo, vivimos las bienaventuranzas.

Y vivir las bienaventuranzas, es vivir y recorrer la historia de la santidad cristiana porque como escribía San Pablo: Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta (1ª Cor 1,27-28) y en otro lugar dice: ¿Quién nos separara del amor de Dios, manifestado en Cristo: la angustia, ¿el hambre la persecución, la tribulación, la indigencia, el peligro, la violencia? (Rom 8,35-39)

San Agustín, otro grande, nos dice que «lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no solo con espíritu sereno, sino incluso con alegría».

Hermanas y hermanos, hoy es un buen día para animarnos a seguir a Jesus por este camino de las bienaventuranzas y como María vivir en continua alabanza y acción de gracias, por poderlo hacer.

3º Domingo del T.O. Ciclo A

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Este Domingo seguimos abundando en la Novedad que ha supuesto la venida de Cristo en una carne como la nuestra.

El comienzo de la predicación marca el inicio del ministerio de Cristo. Esta comienza con una aclamación breve pero llena de significado: «convertíos, porque está cerca el reino de los cielos»; todo ello unido a la llamada de los discípulos y a la curación de los enfermos. Y lo hace lejos de los centros de poder como son Judea o Jerusalén, cumpliendo así la palabra profética que escuchábamos en la primera lectura y que recoge también el evangelista: la tierra de Zabulón, la tierra de Neftalí. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y en sombras de muerte y una luz les brilló.

Todo se resume, en una palabra: «Evangelio». Una palabra que en tiempos de Jesús la usaban los emperadores romanos para sus proclamas que independientemente de su contenido, eran consideradas buenas nuevas, es decir, anuncios de salvación, porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos buenos presagios. ¿Por qué se aplica esta palabra a la predicación de Jesús? Pues sin duda que con ello se da un reto y un desafío ya que aplicar esta palabra a la predicación de Jesús equivale a decir que es Dios y no el emperador el Señor del mundo, y que el verdadero Evangelio es el de Jesucristo.

Así pues, la proclamación de Jesucristo es tremendamente, novedosa y desafiante, pues indica que Dios es quien reina, que Dios es el Señor y que su señorío está presente, es actual, se está realizando.

Esta cercanía del Reino de Dios es la que se da con Jesucristo, como queda demostrado en las curaciones y milagros que realiza. En resumen, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte y la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.

Que también nosotros vivamos la pasión por el reino que animó la vida de Jesús, pasión que tiene dos aspectos: pasión por Dios y pasión por el hombre.

San Pablo en la segunda lectura, nos invita a no andar divididos. Algo tan habitual a veces, sino que miremos a Jesucristo y veamos en él al que da la vida por todos. Por tanto, solo él, y en su nombre es como nosotros, podemos alcanzar la salvación, la alegría, el perdón la paz y la unidad. No caigamos en el desánimo ni en la desesperanza, porque son muchas las dificultades o porque son muchas las trabas que a veces nos podemos encontrar. Solo el que vive en Cristo, vence, como él ha vencido, solo el que vive en Cristo puede comprometerse de manera eficaz con la verdad, el amor, la justicia y la paz.

2º Domingo del T.O. Ciclo A

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Dios quiere que todos los hombres se salven. En la primera lectura de Isaías 49,3.5-6 el profeta anuncia que esa salvación llegará hasta los confines de la tierra y esto vemos que se realiza en Jesús, que entrega su vida, su sangre, como diremos en la consagración por muchos, es decir por todos. A nosotros siempre nos costará entender ese proyecto universal de salvación por parte de Dios, porque nos creemos los únicos que se salvan, pero ese es algo que en el fondo deseamos: una comunidad humana universal en paz y en armonía.

San Pablo en la segunda lectura de 1ª Cor 1,1-3 se dirige a los corintios y a todos nosotros presentándose como apóstol, él que ha sido perseguidor y que ha recibido una misión, demostrando así que Dios es más fuerte y grande que nuestras debilidades, limitaciones y que su proyecto de salvación desborda esas limitaciones, previsiones y resistencias humanas. Esa misión consiste en anunciar el nombre de Jesucristo, el único nombre capaz de salvarnos, pues para nosotros la salvación es, vivir en Cristo, ya que el que vive en Cristo es una nueva criatura, lo viejo, el hombre viejo y sus obras han quedado atrás y ha comenzado lo nuevo.

Nosotros, que hemos sido consagrados e incorporados a Cristo por el bautismo, hemos de mantener esta consagración en medio de nuestra fragilidad mediante la invocación de su santo Nombre, y así poder vivir y encontrar en él esa novedad de vida que llamamos, salvación o redención. Un buen programa para el año que comienza.

El Evangelio nos muestra a Juan como el precursor y mensajero que anuncia la presencia de Jesús y nos invita a descubrirlo a cada uno de nosotros: «he aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El es el que carga con nuestras miserias y transforma la iniquidad en santidad. En él, hemos renacido por el agua y el Espíritu para hacer posible un mundo nuevo, viviendo como hijos de Dios, y para ello nos da el Espíritu Santo.

En la etapa anterior, aparecía el Espíritu sobre los encargados de llevar adelante el proyecto salvador de Dios, lo que ocurría de forma esporádica. En cambio, con Jesús entramos en la época del Espíritu como don total, permanente y para todos. He ahí la gran novedad, que ha supuesto el tiempo inaugurado por Cristo. Que sepamos asumir vivir y alegrarnos en esta novedad del Espíritu.

El Bautismo del Señor

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Nos recordaba Benedicto XVI en una de sus homilías, que todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: bautismo, que en griego significa «inmersión».

El hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se sumergió en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar de su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión por medio del bautismo de conversión que recibió de Juan el bautista.

Juan no quería, pero Jesús insistió porque era esa la voluntad del Padre. De este modo, Jesús manifiesta que aceptó hacerse hombre en obediencia al Padre y manifiesta así que es el hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre. Es el que se rebajó para hacerse uno de nosotros, el que se hizo hombre y se humilló hasta la muerte y muerte de Cruz.

¿Porqué el Padre quiso eso nos podríamos preguntar? El relato insiste que cuando salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma y que se escuchó la voz del Padre que lo proclama Hijo predilecto.

Jesús es pues el que nos da el Espíritu y el bautismo cristiano, a diferencia del de Juan será bautismo en el Espíritu, es decir bautismo que nos introduce en la vida de Dios, en la vida eterna, es decir, que nos lleva a la situación original anterior al pecado.

San Pablo nos dice en la carta a los romanos, que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitados. Entrar en el bautismo, es por tanto entrar en la muerte de Cristo para resucitar con él.

El bautismo de Jesús se sitúa pues en la lógica de la humildad y de la solidaridad con el hombre y con su condición. Haciéndose bautizar por Juan juntamente con los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como cordero de Dios que quita el pecado del mundo, obra que consumó en la cruz, cuando recibió también su «bautismo».

Por tanto, Cristo es el que nos da el bautismo en el Espíritu por el que quedamos libres del pecado y de la muerte. De ahí que el bautismo sea un gran don.

Hoy estamos llamados todos a descubrir este don de estar bautizados y de pertenecer a la familia de los hijos de Dios.

Que podamos dar testimonio de esta fe a lo largo de toda nuestra vida.