2º Domingo de pascua, ciclo B

Celebrar la pascua es revivir la experiencia de los primeros discípulos, la experiencia del encuentro con el resucitado. El Evangelio que hemos escuchado dice que lo vieron a parecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la resurrección, el primero de la semana, y luego ocho días después. Es el día llamado después domingo o día del Señor, el día en el que la comunidad cristiana celebra la Eucaristía, como algo completamente nuevo y distinto del sábado judío. Solo un acontecimiento extraordinario y trascendente como es la resurrección podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente.

Esto no solo remarca la fuerza y la importancia de la resurrección sino la naturaleza del culto cristiano, que no es una conmemoración de acontecimientos pasados ni una experiencia mística particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio y sin embargo está realmente presente en medio de la comunidad, a través de la Palabra y de la Eucaristía

De este modo y al igual que ellos, nosotros vemos a Jesús, y no le reconocemos.  Tocamos su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero ya libre de toda atadura terrenal.

Más aún, las dos apariciones tienen lugar el primer día de la semana la una y a los ocho días la otra, lo que supone un ritmo semanal que ya desde el principio está marcado por el encuentro con el Señor resucitado. Como afirma el concilio: «la Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo». Igualmente, en ambas apariciones no solo muestra los signos de la crucifixión en las manos, en los pies y en el costado como manantial de la misericordia divina, sino que repite varias veces el saludo: «paz a vosotros», esta es la paz que solo Jesús puede dar porque es el fruto de su victoria frente al mal y del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz. Por eso San Juan Pablo II quiso dedicar este domingo después de la pascua a la divina misericordia, con una imagen bien precisa: la del costado traspasado de Cristo del que salen sangre y agua, los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía, que a quienes los reciben se les da el don de la vida eterna.

Tomás, antes de exclamar «Señor mío y Dios mío», quiso asegurarse con la pequeña garantía que dan los sentidos, pero después, el Señor sabe que puede contar con él más que con los otros. Tardó en arrodillarse, pero cuando lo hizo lo hizo de verdad.

Que, como Tomás, proclamemos la fe en Jesus resucitado a pesar de nuestras dificultades, incoherencias o perplejidades.

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