Pentecostes

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Pentecostés que era la fiesta de la cosecha pasó a ser la fiesta de la Alianza que Dios había hecho con su pueblo en el monte Sinaí. Dios que había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, hizo con él Alianza. De ahí brota la liberación, que comenzó en la salida de Egipto y que llegó a su plenitud en los diez mandamientos. La verdadera libertad del hombre depende, por tanto, del encuentro con Dios y de sus mandamientos.

Por eso en Pentecostés, el pueblo celebra el don de la ley, que lejos de ser una restricción o abolición de la libertad, es el fundamento de ésta y ese será el origen y fundamento de su constitución como pueblo de Dios, el pueblo que tiene a Dios como fundamento de su libertad.

El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y de fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos y así da origen a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.

El viento y el fuego que bajaron sobre la comunidad de los discípulos es ahora el desarrollo del acontecimiento del Sinaí y le da una amplitud nueva. El nuevo pueblo de Dios es un pueblo que viene de todos los pueblos, de modo que la Iglesia en su inicio es católica y esa es su esencia más profunda.

San Pablo lo explica diciendo: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un mismo espíritu. En la Iglesia caben por tanto todos los pueblos, no hay olvidados ni despreciados y en ella todos somos libres en cuanto que estamos unidos a Cristo Jesús.

Nosotros cerramos continuamente las puertas, buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios, pero, así como Cristo salió del Padre y se abajó al venir a nosotros, el descenso que nos pide es el del amor que es la verdadera subida, la verdadera altura del ser humano que es el mismo Cristo.

Él, al soplar sobre los discípulos les da el Espíritu, un gesto que nos recuerda la creación del hombre en el Génesis, donde se nos dice: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida». Desde entonces, la vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

El evangelio nos llama pues a vivir en el espacio del soplo de Jesucristo y a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte, nos podrá arrebatar.

«La paz con vosotros» dice Jesus a los discípulos. Esta paz no es algo, sino que es él mismo que se nos da especialmente en la Eucaristía; en la comunión de vida con Cristo y así llevar la paz de Cristo al mundo.

Que el Espíritu nos guíe en el conocimiento de la paz que viene del Señor y de cumplir sus mandatos, es decir de poder identificarnos con la voluntad del Padre, que se nos da en el momento presente y que quiere que nos salvemos y lleguemos a la verdad plena en el amor.  

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La Ascensión del Señor

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En esta fiesta de la Ascensión, la comunidad cristiana mira a Jesus que a los cuarenta días de la resurrección tal y como hemos escuchado en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, «fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos».

Jesus, en este misterio de su ascensión, nos muestra que él es el camino para ir al Padre y que con la fuerza del Espíritu, como celebraremos el próximo domingo, nos sostiene en nuestra peregrinación diaria  mientras vamos de camino, hasta que un día nos encontremos con él en el cielo.

La Eucaristía es una especie de ensayo de esa representación final. Frente a ese final, toda alegría y toda tristeza no dejan de ser algo provisional y todo apunta hacia ese lugar definitivo, que no está aquí, en este mundo, aunque es en este mundo donde nos vamos acercando a él en la medida en que se va transformando, de manera que poco a poco algo de este mundo pasa a formar parte del otro.

Cada Eucaristía es ocasión para que tenga lugar la ascensión de un poco de esta tierra al cielo. En cada Eucaristía nos vemos invitados a escoger, a elevarnos, a separarnos un poco de esta tierra. Tal vez preferíamos agarrarnos bien a lo que somos o a lo que tenemos, pero no olvidemos que adonde está nuestro tesoro, estará también nuestro corazón. Y si de verdad amamos a los que amamos, será con él y estando en él como los amaremos de verdad y para siempre y esa será nuestra verdadera alegría. Estar con Cristo y estar con todos los que amamos y con nosotros mismos, es una misma cosa.

En este día muchos comulgan por primera vez, anticipamos esa comunión plena, definitiva y eterna de todos los bautizados en Cristo, de todos los hombres de buena voluntad. Cuando pasará este mundo.

En este día una cierta nostalgia nos inunda, porque sentimos ese deseo de eternidad que anida en nuestro corazón, el deseo de contemplar sin velos el rostro de Dios. Pero es el momento de reconocer también que Cristo, no nos deja y que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

El espíritu nos recuerda continuamente el camino que es Cristo, el camino de las bienaventuranzas. Es el camino que brota de la muerte y resurrección de Cristo, que pasa por tanto por el sufrimiento, pero es a la vez el camino de la alegría santa, porque en Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada mucho más allá de nuestros estrechos horizontes y que solo podemos ver y conocer creyendo, esperando y amando.

Jesus, ascendido, vuelto al Padre, permanece con nosotros, solo ha cambiado de aspecto, lo encontramos en el pobre, y en el que sufre. La meta  es verlo glorioso, pero si antes lo acogemos en nuestro corazón por medio de la oración y en la acogida mutua, siendo así signos de su amor que sin dejar de ser encarnado acaba siendo un amor glorificado

6º Domingo de Pascua, Ciclo A

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Hermanas y hermanos:

En la primera lectura de los Hechos de los apóstoles, hemos escuchado que, tras una violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, a excepción de los apóstoles, se dispersó en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llegó a una ciudad de Samaría. Allí predicó a Cristo resucitado y numerosas curaciones acompañaron su anuncio, de forma que la ciudad se llenó de alegría, es decir, que donde llega el Evangelio florece la vida como en un terreno árido que, regado por la lluvia, esa lluvia que tanto esperamos, inmediatamente reverdece. De modo que, como Jesús anunciaba el reino de Dios, los discípulos anuncian que Cristo ha resucitado y que es el Señor, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo y del Espíritu.

Necesitamos, no solo el agua material sino también el agua que es Cristo vivo presente en nosotros y en nuestro mundo.

La segunda lectura, tomada de la primera carta de San Pedro, nos dice que glorifiquemos en nuestro corazón a Cristo el Señor y que estemos prontos a dar razón de la esperanza a todo el que nos la pidiere. Es decir que cultivemos una relación con Cristo y que esa relación ilumine todas nuestras relaciones y avive la esperanza, que da sentido y fortaleza a nuestro vivir de cada día.

Necesitamos para ello, vivir con la mirada del corazón dirigida a Cristo que nos dice en el Evangelio: «si me amáis, obedeceréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros».

El Espíritu, es definido como «otro paráclito», es decir como un abogado defensor. Si el primer paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador, en el momento en el que Cristo regresa al Padre, el Padre envía el Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos, de forma que entre Dios Padre y nosotros, se establezca una relación, por la mediación del Hijo y del Espíritu.

María, es para nosotros, motivo de alegría y de esperanza, porque es la que nos lleva a Jesus y nos invita a no temer. Hoy en Valencia la recordamos como madre de desamparados, madre de los que necesitan, de la luz, del consuelo de la esperanza y de la caridad, en definitiva, madre de todos, madre nuestra. Pidámosle que nos acompañe siempre y en todas partes y haga de nuestra tierra y de nuestro mundo un espacio en el que los hombres reencuentren la alegría de vivir como hijos de Dios.

5º Domingo de Pascua, ciclo A

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En el Evangelio de este domingo hemos escuchado que Jesus dice a los discípulos que tengan fe en él, porque él es el camino, la verdad y la vida. Es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido a nuestra vida y la fuente de esa vida que no tiene fin.

No olvidemos que, Creer en Dios y creer en Jesus, no son dos actos separados, sino un único acto de fe. La plena adhesión a la salvación llevada a cabo por Dios Padre pasa por su Hijo Unigénito, en quien Dios se ha dado un rostro, como confirma la respuesta de Jesús a Felipe: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre».

Jesucristo, con su encarnación, muerte y resurrección, nos ha librado del mal, del pecado y de la muerte, mostrándonos así el rostro misericordioso de Dios. Luego es por él y con él, como nosotros podemos vivir de un modo nuevo, como hijos en el Hijo, que también realizan sus obras: «En verdad, en verdad os digo -dice el Señor-: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago».

El es el que resucitado de entre los muertos, se convierte en piedra angular de ese templo que es obra del Espíritu y que está formado por todos nosotros, los que por el bautismo nos hemos convertido en piedras vivas de dicho templo.

Esto supone seguirlo, en lo cotidiano de cada día, a través de la sencillez de nuestras acciones, pues ahí en nuestro día a día es donde Dios va haciendo en nosotros y a través de nosotros, su actuar, que se da también por medio de la sencillez y a través de lo humano, pues se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por los grandes y en cambio ser reconocido, por los pequeños y pobres. Padece y muere, y como resucitado, llega a ser reconocido por los suyos, por medio de la fe, a los que se les muestra en el camino, como escuchábamos en el relato de los discípulos de Emaus.

Pues bien, este Jesus, vivo, nos llama también a nosotros hoy a seguirle y verle como camino, verdad y vida, que nos conduce al Padre.  De modo que el camino al Padre será dejarse guiar por Jesús, por su Palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida.

Que nuestra vida, y nuestras acciones, sean un anuncio tanto de forma explícita como implícita de Jesucristo, camino, verdad y vida, de manera que como se nos narra en los Hechos de los apóstoles, la palabra de Dios se extienda, el número de discípulos aumente y muchos puedan adherirse a la fe.

4º Domingo de Pascua, Ciclo A

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Este domingo en el que la liturgia nos presenta a Jesus como buen pastor, se celebra también, la jornada mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y misionera y al matrimonio cristiano.

El Evangelio nos presenta un bello icono: el del buen pastor.

San Juan, en el Evangelio describe a Jesús como el pastor que mantiene una relación tan estrecha con el rebaño, que nadie podrá arrebatarlo de su mano. Y a su vez, las ovejas están tan unidas a él, que poseen su misma vida. Ello se manifiesta a través de la escucha y el seguimiento: «las ovejas lo siguen, porque conocen su voz.»
la escucha de su Palabra, es la que hace posible y alimenta la fe. Y es esa escucha atenta la que nos permite en todo momento ver y hacer lo que es conforme a su querer, de manera que al escuchar las palabras de Jesús: «yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia», descubramos que Dios sostiene y defiende la vida incluso en los momentos más adversos, es alguien que da fuerzas para comenzar siempre de nuevo y alguien que alimenta en nosotros una esperanza indestructible.

De la escucha atenta, deriva también el seguimiento, pues como nos decía el Apóstol San Pedro, en la segunda lectura, se actúa como discípulo cuando se ha acogido interiormente las enseñanzas del maestro, para vivirlas, pues: «con sus heridas, fuimos curados».

Pero no podemos olvidar que las vocaciones, surgen en medio de ambientes familiares sanos y fortalecidos por la fe, pues solo así uno puede salir de la propia voluntad cerrada en sí misma y centrada en la propia autorrealización, para poder sumergirse en otra voluntad, como es la de Dios y dejarse guiar por ella.

Necesitamos escuchar la voz del Señor en medio de tantas voces, no solo para tener vocaciones, sino para ser fieles a la llamada de Dios que nos hace por medio de Jesucristo, buen pastor, de manera que todos podamos alimentarnos de él en los sacramentos y vivir en la alegría del que venciendo la muerte ha resucitado y nos llama a vivir una vida nueva mediante la renovación de nuestro bautismo en el nombre del Señor Jesus, por medio de la reconciliación y así podamos vivir como aquellos que le reconocen como Señor y como Mesías, tal y como nos recordaba la primera lectura de los Hechos de  los apóstoles.

3º Domingo de Pascua, Ciclo A

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El Evangelio de este domingo nos presenta a los discípulos de Emaus. Se trata de un lugar que no ha sido localizado con certeza, lo que nos permite pensar que en realidad representa todos los lugares, es decir que el camino que lleva a Emaus es el camino de todo cristiano, más aún de todo hombre. En él es donde se hace presente Jesús para reavivar en nuestro corazón la fe y la esperanza al partir el pan.

«Nosotros esperábamos…», dice uno de ellos. Como diciendo: hemos creído, hemos seguido, hemos esperado…, pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y nosotros estamos decepcionados.

Hoy también, podemos decir que, para muchos, la esperanza de la fe ha fracasado, debido a experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, los que emigran de otras tierras y parecen que atentan contra aquello que somos… Todo lleva a los cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.

¿Qué nos dice el relato ante todo esto? En primer lugar, que necesitamos escuchar la palabra de Dios a la luz de la muerte y resurrección del Señor, para que ilumine nuestra mente y nuestro corazón y nos ayude a encontrar un sentido a nuestra vida.

En segundo lugar, que también es necesario sentarse a la mesa del Señor, convertirse en sus comensales para que el sacramento de su cuerpo y de su sangre nos conceda una mirada nueva que nos permita mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios y de su amor. De hecho, la primera parte del relato nos recuerda, la escucha de la Palabra a través de la Sagrada Escritura y la segunda parte, la comunión con Cristo presente en el sacramento de su cuerpo y de su sangre. Luego en este texto se nos muestra ya la estructura de la misa con la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía.

El camino de Emaus, es como un espejo de la situación de muchos cristianos de nuestro tiempo, que se sienten abandonados por el Señor, pero puede llegar a ser también un camino de purificación y de maduración en la fe. Una fe que se alimenta de la palabra de Dios y de la Eucaristía.

La Iglesia y todos nosotros en ella en la medida en que nos alimentamos de esta doble mesa, nos vamos renovando en la fe, la esperanza y la caridad.

Que encontremos siempre en la Eucaristía el signo de esa presencia de Cristo que con nosotros está  y nos acompaña en nuestro caminar.

En la fiesta de San Vicente Ferrer, 2023

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San Vicente Ferrer, nace en 1350 en Valencia en el seno de una familia cristiana formada por Guillen Ferrer y Constanza Miquel.

Cerca de la casa de los Ferrer está el Convento de Santo Domingo, que Vicente ya de niño empieza a frecuentar y en el que poco a poco va perfilando su vocación.

El contacto con aquellos frailes le hace recapacitar y ver que es lo que Dios quiere de él y no duda en decir si a lo que Dios le pide: ser Fraile predicador.

No fue fácil dar el paso, parece ser que los impedimentos se multiplicaban, pero finalmente y acompañado de su madre ingresó en el Convento de Santo Domingo exclamando:« solo vos Señor, solo vos».

Sus primeros años de formación transcurren en Valencia, y posteriormente en Lérida y Barcelona. Pronto se observa en él un talante especial y una inquietud por saber y por dar lo que sabe a ejemplo de Santo Domingo.

De regreso a Valencia, ocupa diferentes cargos, hasta ser nombrado Prior, pero también es cada vez mas conocido y valorado en su saber y en su predicación hasta tal punto que el Papa lo llama como hombre de confianza.

El accede, pero, reconoce que esa situación no debe alargarse, entre otras cosas porque estamos en un momento de cisma y esto deberá acabar pronto. Todo lo cual le lleva a una profunda crisis que incluso parece hacer en mella en su salud, hasta el punto de que parece ser que una rara enfermedad está acabando con su vida.

Pero en esos momentos de debilidad es cuando, la presencia de Jesucristo y de Santo Domingo, tal y como el relata, le invitan a recuperarse y a predicar el Evangelio.

Algunos verán en este detalle el sentido apostólico de su apostolado, pues al igual que los apóstoles es enviado por Jesucristo a predicar y a anunciar el Evangelio.

Comienza así la segunda etapa de la vida del santo. Una etapa marcada por la predicación, tan peculiar suya y por los signos que la acompañan.

Muchos pueblos y ciudades sienten la fuerza de su palabra y de sus signos puesto que detrás de ellos hay alguien que posee la fuerza de Espíritu, pues de lo contrario no podría realizar esos signos ni pronuncia semejantes palabras. Pensemos en sermones de cuatro y cinco horas, de largas caminatas, de vida penitente y de muchas horas dedicadas a la oración y al trato con los demás.

Son los últimos veinte años de su vida. Veinte años que son los que le convertirán en el gran apóstol que todos conocemos y que, en medio de una situación histórica marcada por la pobreza, el analfabetismo, la enfermedad y la muerte, a todos lleva la esperanza y la confianza que vienen del Señor muerto y resucitado y a todos anuncia el Evangelio de la paz. De ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, San Vicente a todos lleva la buena nueva de la salvación que Dios nos ha otorgado por medio de Jesucristo. Un antes y un después se puede observar tras su presencia en dichos pueblos y ciudades. Tras su predicación muchos recobran la fe, se reconcilian con Dios, rehacen su vida y desean entregarse a las buenas obras. La salvación ha llegado y en aquel pueblo o ciudad todos le recordarán porque además en muchos de ellos ha dejado signos palpables, milagros que prueban la fuerza y la verdad de la palabra predicada.

Cada año al recordarlo, todos sentimos también un sentimiento profundo de gratitud y de admiración hacia él, por su respuesta a Dios y por su dedicación plena y total al ejercicio de la predicación sin interponer nada que lo pudiera impedir.

La fuerza de su palabra fue capaz de levantar un mundo que estaba caído y en la oscuridad, lo que es para nosotros también un claro ejemplo de la fuerza del Evangelio. Y como éste evangelio vivido y anunciado tiene la fuerza de regenerar al hombre y de convertirlo en nueva creatura, capaz de amar y de hacer posible un mundo mejor.

Pidámosle que nunca nos falte la fuerza de su ejemplo ni su intercesión, para que todos nosotros podamos ser testigos de Jesucristo allí donde estemos y donde nos encontremos. En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

2º Domingo de Pascua

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TURIN, ITALY – MARCH 13, 2017: The The painting The Doubt of St. Thomas in Church Chiesa di Santo Tomaso by unknown artist of 18. cent.

El 2º Domingo de Pascua es el domingo de la divina misericordia desde que en el jubileo del año 2000, S.Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la pascua, además de domingo in albis, se denominara también Domingo de la misericordia divina.

En él escuchamos el pasaje del Evangelio de Jn 20, 19-31 en que el apóstol Tomás, en un primer momento muestra sus dudas ante el mensaje que recibe de los demás apóstoles sobre la presencia de Cristo resucitado entre los que se reúnen en su nombre y que después el mismo reconsidera al cerciorarse de que efectivamente el Señor ha resucitado y proclama dichosos a los que creen sin haber visto, es decir a todos nosotros.

Esta es la bienaventuranza de la fe, que se nos da para que podamos vivirla y proclamarla en unión con Cristo muerto y resucitado por nosotros, rico en misericordia con todos.

Esta bienaventuranza de la fe, encuentra su modelo en María a la que se dirige Isabel diciendo: “dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Ella es la que sostuvo la fe de los apóstoles. Si bien María no aparece en las narraciones de la resurrección, ella es la madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad.

También la segunda lectura de 1 Pe 1,3-9, nos habla de la fe. En ella San Pedro escribe lleno de entusiasmo indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y de su alegría, cuando les dice: “No habéis visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación”. Todo esto indica que el cristiano está en una nueva realidad, la de la resurrección, que es la que hace posible la fe. Y esto como hemos manifestado en el salmo: “es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”. Es patente a los ojos de la fe.

Por la fe, nos adentramos también en la misericordia de Dios, que es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, que se manifiesta plenamente en Jesucristo. Este amor de misericordia es el que se hace presente en la iglesia por medio de los sacramentos, especialmente el de la reconciliación y también por medio de la caridad.

De la misericordia divina, que pacifica los corazones, brota además la auténtica paz en el mundo. Que implorando la misericordia de Dios podamos realizar lo que resulta imposible a las solas fuerzas humanas como es, la necesaria paz en el mundo.

Domingo de resurrección

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Hermanas y hermanos:

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya! La resurrección de Cristo ha significado un antes y un después, no solo en nuestra vida, sino de la condición humana en general. Cristo vencedor de la muerte, hace posible un mundo nuevo y de ahí brota la vida de la Iglesia y de todos y cada uno de los cristianos.

Esto lo vemos entre otras cosas en la distribución del tiempo. El sábado, el séptimo día de la semana, era el día del descanso y ahora es sustituido por el primer día que es el Domingo. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en el reposo de Dios, porque lo importante ya no es el ultimo día de la semana sino el primero, el día del encuentro con el resucitado.

Si el sábado era el día del descanso tras la creación. Ahora, el verdadero descanso acontece el día en que todo es nuevamente creado en Cristo. De modo que el día de descanso pasa a ser el día primero y no el último, que será el día de la nueva creación. Nosotros pues, celebramos el primer día de la creación y así celebramos a Dios creador, que se ha hecho hombre; que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria del creador y de la creación. De manera que definitivamente se ha realizado el proyecto de Dios: «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno».

Jesus es el nuevo Moises. Si Moises fue el que Dios hizo salir del agua del mar. Jesus es ahora el nuevo y definitivo pastor que lleva a cabo lo que Moises hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte.

Esto es lo que ocurre en el bautismo. En él el Señor nos toma de la mano y nos conduce por el camino que atraviesa el mar rojo de cada tiempo, el tiempo en el que nos toca vivir y nos introduce en la vida eterna, en la vida verdadera y justa, para que caminemos con él por la senda que conduce a  la vida.

El bautismo es también el sacramento de la luz, pues en él se nos da la fe. Así la luz de Dios entra en nosotros y así es como nos convertimos en hijos de la luz.

En la Iglesia antigua, el sacerdote invitaba a los fieles después de la homilía a mirar a Cristo en una imagen en el ábside o en la cruz con la expresión: «volvamos al Señor». Se trataba de manifestar ese hecho interior de la conversión. De dirigir nuestra mirada hacia Jesucristo y de este modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera. También se decía algo que aun conservamos: «levantemos el corazón». Con ambas exclamaciones se invitaba a renovar el bautismo.

Que en esta pascua también nosotros podamos volver al Señor, renovar nuestro bautismo, siendo hombres y mujeres pascuales, hombres y mujeres de luz, llenos del fuego de su palabra y de su amor.