El tiempo de Adviento se centra en la venida del Señor.
Venida del Señor que en griego es: parusía, en latín: adventus, y de ahí, adviento o venida, llegada, presencia.
Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva, pero al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, una certeza que nosotros alimentamos escuchando la Palabra de Dios, que nos ayuda a ver los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige y que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones y así hasta que vuelva en gloria y majestad .
En este sentido, el Adviento es un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo de escucha y reflexión en el que la liturgia nos invita a salir al encuentro del Señor que viene.
¡Ven Señor Jesús¡ es la ferviente invocación de los primeros cristianos que debe convertirse en nuestra aspiración constante «¡Ven Señor hoy! Ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia…. ¡Ven Señor ¡ es el grito del Adviento.
¿Qué es esta venida y por qué nos concierne?
El pueblo de Israel aguardaba la venida del Señor.
María formaba parte de ese pueblo que aguardaba la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría.
Tal vez esperaba una venida en la gloria y en la fuerza. Por eso debió ser bastante sorprendente para ella el momento en el que el arcángel Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, que quería realizar su venida a través de ella.
Imaginemos lo que esto debió suponer para ella. Su dicho con espíritu de fe y de obediencia la convierte en morada del Señor, en verdadero templo y en puerta por la que el Señor entró en la tierra.
Esta es la primera venida del Señor, pero decimos que aguardamos su venida. Ahora bien, esta venida del Señor que nosotros aguardamos no es solo al final de los tiempos. En cierto sentido el Señor viene a través de nosotros y llama a la puerta de nuestro corazón: ¿Estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida? Nos pregunta hoy. El Señor también quiere entrar hoy en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca también una morada viva en nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor.
Por tanto, en el tiempo de Adviento aprendemos a dejar que el Señor venga a través de nosotros.
El Apóstol San Pablo en la primera carta a los tesalonicenses, 5, 23-24 nos dice:
«que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas».
Dios por tanto, nos llama a la comunión con él, que se realizará plenamente cuando vuelva Cristo, y él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo. El futuro, por decirlo así, está contenido ya de algún modo en el presente, mejor aún está en la presencia de Dios mismo, de su amor indefectible, que no nos deja solos, y que no nos abandona ni siquiera un instante, como un padre y una madre acompañan a sus hijos.
Ante Cristo que viene, el hombre se siente interpelado en todo su ser: espíritu, alma y cuerpo, es decir que es toda la persona la que acoge al Señor sin que nada quede excluido y es el Espíritu santo que formó a Jesus, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando el corazón y desde él todo lo restante.
Así pues, en cada persona se renueva la obra de la creación y de la redención que Dios va realizando en el tiempo, un tiempo que tiene como centro la primera venida de Cristo y como final su retorno glorioso. Mientras tanto, todos nosotros, nos vamos confrontando con él y vamos caminando con él, hasta que él vuelva.
La palabra que resume este estado particular en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es: esperanza.
El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza. Y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todos nos ponemos en camino ante el misterio de Dios que viene y nos invita a salir a su encuentro.
¿de qué modo nos vamos a disponer para ello? Ante todo, por medio de la oración. En los salmos encontramos continuamente la invocación de su venida. Así en el salmo 141, 1-2: «Señor te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde».
Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia mientras camina entre peligros, hasta la venida del Señor. Es la invocación que resuena también en todos los justos y en todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, que ofende la dignidad humana y la condición de los pobres.
Al comenzar el adviento, la liturgia de la Iglesia hace suyo este grito y lo eleva a Dios «como incienso». Pues en efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, el Altísimo, así como «el alzar de las manos como ofrenda de la tarde».
En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como ocurría en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo que es sacrificio y sacerdote en la Nueva Alianza, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones para darnos la gracia de su victoria.
En el salmo 142 cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión y de modo especial en la oración al Padre en Getsemaní.
«A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento».
Nos recuerda a Jesucristo en su primera venida, que quiso compartir en todo nuestra condición humana menos en el pecado, aunque por nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar este salmo revivimos su compasión hecha carne en su primera venida y en su angustia humana hasta tocar fondo.
De este modo, el grito de esperanza del adviento expresa desde el inicio y del modo más fuerte nuestro estado de necesidad de la salvación. Es decir que no esperamos al Señor como una decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un peligro mortal que él mismo tuvo que sufrir para hacernos salir de esta cárcel. En el versículo 8 se nos dice: ¡líbrame de mis perseguidores pues son más fuertes que yo ! ¡saca mi vida de la cárcel para dar gracias a tu nombre!
En definitiva, estos dos salmos nos previenen de cualquier tipo de evasión y de fuga de la realidad y nos preservan de una falsa esperanza, que olvida nuestra dramática existencia personal y comunitaria. De lo contrario no sería una esperanza pascual, como nos recuerda el himno de la carta a los filipenses 2, 6-11 en donde alabamos a Cristo encarnado crucificado, resucitado y Señor universal.
Él nos permita vivir el adviento en unión con María, Señora del Adviento, siendo dóciles como ella a la acción del Espíritu que nos santifica y nos da vida.