Ante la llegada del Adviento

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El tiempo de Adviento se centra en la venida del Señor.

Venida del Señor que en griego es: parusía, en latín: adventus, y de ahí, adviento o venida, llegada, presencia.

Adviento significa hacer memoria de la primera venida del Señor en la carne, pensando ya en su vuelta definitiva, pero al mismo tiempo, significa reconocer que Cristo presente en medio de nosotros se hace nuestro compañero de viaje en la vida de la Iglesia, una certeza que nosotros alimentamos escuchando la Palabra de Dios, que nos ayuda a ver los acontecimientos de la vida y de la historia como palabras que Dios nos dirige y que nos garantizan su cercanía en todas las situaciones y así hasta que vuelva en gloria y majestad .

En este sentido, el Adviento es un tiempo de espera y de esperanza, un tiempo de escucha y reflexión en el que la liturgia nos invita a salir al encuentro del Señor que viene.

¡Ven Señor Jesús¡ es la ferviente invocación de los primeros cristianos que debe convertirse en nuestra aspiración constante «¡Ven Señor hoy! Ilumínanos, danos la paz, ayúdanos a vencer la violencia…. ¡Ven Señor ¡ es el grito del Adviento.

¿Qué es esta venida y por qué nos concierne?

El pueblo de Israel aguardaba la venida del Señor.

María formaba parte de ese pueblo que aguardaba la venida del Señor, pero no podía imaginar cómo se realizaría.

Tal vez esperaba una venida en la gloria y en la fuerza. Por eso debió ser bastante sorprendente para ella el momento en el que el arcángel Gabriel entró en su casa y le dijo que el Señor, el Salvador, quería encarnarse en ella, que quería realizar su venida a través de ella.

Imaginemos lo que esto debió suponer para ella. Su dicho con espíritu de fe y de obediencia la convierte en morada del Señor, en verdadero templo y en puerta por la que el Señor entró en la tierra.

Esta es la primera venida del Señor, pero decimos que aguardamos su venida. Ahora bien, esta venida del Señor que nosotros aguardamos no es solo al final de los tiempos. En cierto sentido el Señor viene a través de nosotros y llama a la puerta de nuestro corazón: ¿Estás dispuesto a darme tu carne, tu tiempo, tu vida? Nos pregunta hoy. El Señor también quiere entrar hoy en nuestro tiempo, quiere entrar en la historia humana a través de nosotros. Busca también una morada viva en nuestra vida personal. Esta es la venida del Señor.

Por tanto, en el tiempo de Adviento aprendemos a dejar que el Señor venga a través de nosotros.

El Apóstol San Pablo en la primera carta a los tesalonicenses, 5, 23-24 nos dice:

«que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas».

Dios por tanto, nos llama a la comunión con él, que se realizará plenamente cuando vuelva Cristo, y él mismo se compromete a hacer que lleguemos preparados a ese encuentro final y decisivo. El futuro, por decirlo así, está contenido ya de algún modo en el presente, mejor aún está en la presencia de Dios mismo, de su amor indefectible, que no nos deja solos, y que no nos abandona ni siquiera un instante, como un padre y una madre acompañan a sus hijos.

Ante Cristo que viene, el hombre se siente interpelado en todo su ser: espíritu, alma y cuerpo, es decir que es toda la persona la que acoge al Señor sin que nada quede excluido y es el Espíritu santo que formó a Jesus, hombre perfecto, en el seno de la Virgen, quien lleva a cabo en la persona humana el admirable proyecto de Dios, transformando el corazón y desde él todo lo restante.

Así pues, en cada persona se renueva la obra de la creación y de la redención que Dios va realizando en el tiempo, un tiempo que tiene como centro la primera venida de Cristo y como final su retorno glorioso. Mientras tanto, todos nosotros, nos vamos confrontando con él y vamos caminando con él, hasta que él vuelva.

La palabra que resume este estado particular en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es: esperanza.

El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza. Y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todos nos ponemos en camino ante el misterio de Dios que viene y nos invita a salir a su encuentro.

¿de qué modo nos vamos a disponer para ello?   Ante todo, por medio de la oración. En los salmos encontramos continuamente la invocación de su venida. Así en el salmo 141, 1-2: «Señor te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde».

Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia mientras camina entre peligros, hasta la venida del Señor. Es la invocación que resuena también en todos los justos y en todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, que ofende la dignidad humana y la condición de los pobres.

Al comenzar el adviento, la liturgia de la Iglesia hace suyo este grito y lo eleva a Dios «como incienso». Pues en efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, el Altísimo, así como «el alzar de las manos como ofrenda de la tarde».

En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como ocurría en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo que es sacrificio y sacerdote en la Nueva Alianza, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones para darnos la gracia de su victoria.

En el salmo 142 cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión y de modo especial en la oración al Padre en Getsemaní.

«A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento».

Nos recuerda a Jesucristo en su primera venida, que quiso compartir en todo nuestra condición humana menos en el pecado, aunque por nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar este salmo revivimos su compasión hecha carne en su primera venida y en su angustia humana hasta tocar fondo.

De este modo, el grito de esperanza del adviento expresa desde el inicio y del modo más fuerte nuestro estado de necesidad de la salvación. Es decir que no esperamos al Señor como una decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un peligro mortal que él mismo tuvo que sufrir para hacernos salir de esta cárcel. En el versículo 8 se nos dice: ¡líbrame de mis perseguidores pues son más fuertes que yo ! ¡saca mi vida de la cárcel para dar gracias a tu nombre!

En definitiva, estos dos salmos nos previenen de cualquier tipo de evasión y de fuga de la realidad y nos preservan de una falsa esperanza, que olvida nuestra dramática existencia personal y comunitaria. De lo contrario no sería una esperanza pascual, como nos recuerda el himno de la carta a los filipenses 2, 6-11 en donde alabamos a Cristo encarnado crucificado, resucitado y Señor universal.

Él nos permita vivir el adviento en unión con María, Señora del Adviento, siendo dóciles como ella a la acción del Espíritu que nos santifica y nos da vida.

En la fiesta de San Vicente Ferrer, 2023

San Vicente Ferrer, nace en 1350 en Valencia en el seno de una familia cristiana formada por Guillen Ferrer y Constanza Miquel.

Cerca de la casa de los Ferrer está el Convento de Santo Domingo, que Vicente ya de niño empieza a frecuentar y en el que poco a poco va perfilando su vocación.

El contacto con aquellos frailes le hace recapacitar y ver que es lo que Dios quiere de él y no duda en decir si a lo que Dios le pide: ser Fraile predicador.

No fue fácil dar el paso, parece ser que los impedimentos se multiplicaban, pero finalmente y acompañado de su madre ingresó en el Convento de Santo Domingo exclamando:« solo vos Señor, solo vos».

Sus primeros años de formación transcurren en Valencia, y posteriormente en Lérida y Barcelona. Pronto se observa en él un talante especial y una inquietud por saber y por dar lo que sabe a ejemplo de Santo Domingo.

De regreso a Valencia, ocupa diferentes cargos, hasta ser nombrado Prior, pero también es cada vez mas conocido y valorado en su saber y en su predicación hasta tal punto que el Papa lo llama como hombre de confianza.

El accede, pero, reconoce que esa situación no debe alargarse, entre otras cosas porque estamos en un momento de cisma y esto deberá acabar pronto. Todo lo cual le lleva a una profunda crisis que incluso parece hacer en mella en su salud, hasta el punto de que parece ser que una rara enfermedad está acabando con su vida.

Pero en esos momentos de debilidad es cuando, la presencia de Jesucristo y de Santo Domingo, tal y como el relata, le invitan a recuperarse y a predicar el Evangelio.

Algunos verán en este detalle el sentido apostólico de su apostolado, pues al igual que los apóstoles es enviado por Jesucristo a predicar y a anunciar el Evangelio.

Comienza así la segunda etapa de la vida del santo. Una etapa marcada por la predicación, tan peculiar suya y por los signos que la acompañan.

Muchos pueblos y ciudades sienten la fuerza de su palabra y de sus signos puesto que detrás de ellos hay alguien que posee la fuerza de Espíritu, pues de lo contrario no podría realizar esos signos ni pronuncia semejantes palabras. Pensemos en sermones de cuatro y cinco horas, de largas caminatas, de vida penitente y de muchas horas dedicadas a la oración y al trato con los demás.

Son los últimos veinte años de su vida. Veinte años que son los que le convertirán en el gran apóstol que todos conocemos y que, en medio de una situación histórica marcada por la pobreza, el analfabetismo, la enfermedad y la muerte, a todos lleva la esperanza y la confianza que vienen del Señor muerto y resucitado y a todos anuncia el Evangelio de la paz. De ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, San Vicente a todos lleva la buena nueva de la salvación que Dios nos ha otorgado por medio de Jesucristo. Un antes y un después se puede observar tras su presencia en dichos pueblos y ciudades. Tras su predicación muchos recobran la fe, se reconcilian con Dios, rehacen su vida y desean entregarse a las buenas obras. La salvación ha llegado y en aquel pueblo o ciudad todos le recordarán porque además en muchos de ellos ha dejado signos palpables, milagros que prueban la fuerza y la verdad de la palabra predicada.

Cada año al recordarlo, todos sentimos también un sentimiento profundo de gratitud y de admiración hacia él, por su respuesta a Dios y por su dedicación plena y total al ejercicio de la predicación sin interponer nada que lo pudiera impedir.

La fuerza de su palabra fue capaz de levantar un mundo que estaba caído y en la oscuridad, lo que es para nosotros también un claro ejemplo de la fuerza del Evangelio. Y como éste evangelio vivido y anunciado tiene la fuerza de regenerar al hombre y de convertirlo en nueva creatura, capaz de amar y de hacer posible un mundo mejor.

Pidámosle que nunca nos falte la fuerza de su ejemplo ni su intercesión, para que todos nosotros podamos ser testigos de Jesucristo allí donde estemos y donde nos encontremos. En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Una relación de amistad

Han habido variadas definiciones de Oración a lo largo de la historia. Santa Teresa de Jesús nos dejó una: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Dios no solo aparece en la Escritura como el esposo que ama a su pueblo sino como quien habla como un amigo. Así se nos dice que: «habla con Moises cara a cara como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,4) . Y al hablar de Israel: «Y tú Israel, siervo mío; Jacob mi escogido; estirpe de Abrahán, mi amigo, (Is 41,8)

A Dios le agrada estar con el hombre -como el amigo se goza en el amigo y un padre con su hijo. Dios siempre se agrada cuando el orante decide «estar a solas con El», orando, tratando con el Amigo.

La Oración, como la amistad, es un camino que comienza un día y va en progreso. El orante comienza a tratar al Amigo que le ha amado desde toda la eternidad, y así empieza a conocerle, a amarle, a entregarse a El, en una relación que sabe no finalizará, pues en la otra vida será un trato «cara a cara» y en felicidad infinita y perpetua.

Esta historia de Amistad ha llegado a su plenitud con Cristo. Es una amistad salvadora: «…Más cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre…según su propia misericordia, nos salvó por el baño del segundo nacimiento que derramó copiosamente sobre nosotros, por medio de Jesucristo nuestro salvador…»  (Tt 3,4-7) Jesucristo es el amigo al que podemos acudir siempre en todo momento, también en la noche o en la madrugada. Siempre podemos acudir a él e importunarle si es necesario. El estará siempre contento de salir a nuestro encuentro y seguir celebrando una amistad que dura hasta la eternidad: «Os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. ( Lc 11,8)

CRISTO RESUCITA CON NOSOTROS EN LA CÁRCEL

(Centro penitenciario de Picassent en Valencia )

José A. Heredia o.p.

Lectura del santo evangelio según san Juan (20,1-9):

EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Palabra del Señor.

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Querida hermana, querido hermano:

Cristo resucita en la cárcel, Cristo resucita en ti que estas en la cárcel.

Hoy Cristo te dice que está vivo y que ha vencido el sufrimiento la muerte y el dolor, para que tú también lo venzas con él

Hoy es un día grande, es el gran día en el que se nos da la libertad, la libertad sobre el odio, sobre la violencia, sobre el mal, el pecado, la muerte.

Cristo resucitado nos dice y me dice, que todo lo que me mata: el mal, la injusticia, la soledad, la separación de los seres queridos…todo, lo que me recuerda la muerte, no tiene la última palabra. La última palabra la tiene Dios, que no deja al Hijo en la muerte, sino que lo rescata de la muerte, lo resucita y lo lleva consigo.

Hoy también tú eres hijo querido. Y Dios te envía un rayo de su luz, alegría y paz, porque la muerte nuestro enemigo, ha sido derrotado en la cruz de Cristo y en esa misma cruz en la que estás..

Hoy Dios también te llama a derrotar la muerte en tu cruz, sí en esa cruz. Ahí tu muerte será también vencida y derrotada. Ahí experimentarás el amor infinito del Padre que te llama por tu nombre. Ahí podrás decir con San Pablo: «¿Dónde está muerte tu victoria? ¿dónde está muerte tu aguijón?».

Hoy es un día grande para ti que estás en la cárcel, porque como nos recuerda también Pablo: «nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios». Si Cristo ha resucitado, nada puede quitarnos la alegría de haber sido perdonados por Dios, en una palabra: liberados. 

Sí hermano, eres libre, eres libre de verdad, aunque estés entre rejas. Si crees que Cristo ha resucitado, ya has alcanzado la libertad, la que nadie te podrá quitar. La libertad de saberte único y amado, la libertad de saber que Cristo ha dado la vida por ti y te ha perdonado. La libertad de saber que eres lo más importante para Dios, la libertad de saber que desde la creación Dios pensó en ti y que desde siempre te amó y te ama como eres, con tus faltas, defectos y pecados. Pero quiere que te dejes hacer por él, que le dejes un espacio en ti. Que en tu corazón haya un espacio para Dios. Seguramente ese espacio irá creciendo día a día hasta que Cristo llegue a reinar en ti y tu corazón sea entonces alegría y fiesta como ya lo es hoy, en la medida en que has querido abrirte a él y descansar en él, poner en él tus preocupaciones, tus resistencias, tus temores, tus dudas y necesidades.

Cuantas cosas podemos compartir con Cristo, como él lo ha compartido todo con nosotros menos el pecado. Por eso hoy Cristo te dice que tu pecado es perdonado, por grande que sea, por mucho que te pese. Su amor y misericordia es mayor e infinitamente más grande que ese pecado que te lleva a la muerte. Si entiendes esto, dichoso tú, porque has entendido, la resurrección

No hay hombre más libre que Cristo y no hay mayor libertad que la de estar con Cristo. Si crees que vive, dichoso tú, porque no morirás para siempre, y también vivirás con él, y eso es la resurrección

Sí hermana y hermano que estás en la cárcel: desde la distancia, ahora doble o triple por la pandemia, la pastoral no te olvida y te desea el gozo profundo de una ¡Feliz Pascua de Resurrección!  ¡Feliz encuentro con Cristo resucitado! que nada ni nadie te pueda apartar de su infinito amor. Que tu corazón ore y cante agradecido, sí déjalo cantar y orar, déjalo adorar. Deja que proclame a los cuatro vientos y al mundo entero: la Resurrección, la alegría, la liberación, la esperanza, el amor y la paz. Puedes decir: Soy libre, aunque aún entre rejas; soy libre porque así lo ha querido Dios.  Todo eso, hermano en la cárcel, es Dios, y Dios es, la Resurrección.

¡¡FELICES PASCUAS!!

San José: el sueño de Dios

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA 58 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado 8 de diciembre, con motivo del 150.º aniversario de la declaración de san José como Patrono de la Iglesia universal, comenzó el Año dedicado especialmente a él (cf. Decreto de la Penitenciaría Apostólica, 8 de diciembre de 2020). Por mi parte, escribí la Carta apostólica Patris corde para «que crezca el amor a este gran santo». Se trata, en efecto, de una figura extraordinaria, y al mismo tiempo «tan cercana a nuestra condición humana». San José no impactaba, tampoco poseía carismas particulares ni aparecía importante a la vista de los demás. No era famoso y tampoco se hacía notar, los Evangelios no recogen ni una sola palabra suya. Sin embargo, con su vida ordinaria, realizó algo extraordinario a los ojos de Dios.

Dios ve el corazón (cf. 1 Sam 16,7) y en san José reconoció un corazón de padre, capaz de dar y generar vida en lo cotidiano. Las vocaciones tienden a esto: a generar y regenerar la vida cada día. El Señor quiere forjar corazones de padres, corazones de madres; corazones abiertos, capaces de grandes impulsos, generosos en la entrega, compasivos en el consuelo de la angustia y firmes en el fortalecimiento de la esperanza. Esto es lo que el sacerdocio y la vida consagrada necesitan, especialmente hoy, en tiempos marcados por la fragilidad y los sufrimientos causados también por la pandemia, que ha suscitado incertidumbre y miedo sobre el futuro y el mismo sentido de la vida. San José viene a nuestro encuentro con su mansedumbre, como santo de la puerta de al lado; al mismo tiempo, su fuerte testimonio puede orientarnos en el camino.

San José nos sugiere tres palabras clave para nuestra vocación. La primera es sueño. Todos en la vida sueñan con realizarse. Y es correcto que tengamos grandes expectativas, metas altas antes que objetivos efímeros —como el éxito, el dinero y la diversión—, que no son capaces de satisfacernos. De hecho, si pidiéramos a la gente que expresara en una sola palabra el sueño de su vida, no sería difícil imaginar la respuesta: “amor”. Es el amor el que da sentido a la vida, porque revela su misterio. La vida, en efecto, sólo se tiene si se da, sólo se posee verdaderamente si se entrega plenamente. San José tiene mucho que decirnos a este respecto porque, a través de los sueños que Dios le inspiró, hizo de su existencia un don.

Los Evangelios narran cuatro sueños (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Eran llamadas divinas, pero no fueron fáciles de acoger. Después de cada sueño, José tuvo que cambiar sus planes y arriesgarse, sacrificando sus propios proyectos para secundar los proyectos misteriosos de Dios. Él confió totalmente. Pero podemos preguntarnos: “¿Qué era un sueño nocturno para depositar en él tanta confianza?”. Aunque en la antigüedad se le prestaba mucha atención, seguía siendo poco ante la realidad concreta de la vida. A pesar de todo, san José se dejó guiar por los sueños sin vacilar. ¿Por qué? Porque su corazón estaba orientado hacia Dios, ya estaba predispuesto hacia Él. A su vigilante “oído interno” sólo le era suficiente una pequeña señal para reconocer su voz. Esto también se aplica a nuestras llamadas. A Dios no le gusta revelarse de forma espectacular, forzando nuestra libertad. Él nos da a conocer sus planes con suavidad, no nos deslumbra con visiones impactantes, sino que se dirige a nuestra interioridad delicadamente, acercándose íntimamente a nosotros y hablándonos por medio de nuestros pensamientos y sentimientos. Y así, como hizo con san José, nos propone metas altas y sorprendentes.

Los sueños condujeron a José a aventuras que nunca habría imaginado. El primero desestabilizó su noviazgo, pero lo convirtió en padre del Mesías; el segundo lo hizo huir a Egipto, pero salvó la vida de su familia; el tercero anunciaba el regreso a su patria y el cuarto le hizo cambiar nuevamente sus planes llevándolo a Nazaret, el mismo lugar donde Jesús iba a comenzar la proclamación del Reino de Dios. En todas estas vicisitudes, la valentía de seguir la voluntad de Dios resultó victoriosa. Así pasa en la vocación: la llamada divina siempre impulsa a salir, a entregarse, a ir más allá. No hay fe sin riesgo. Sólo abandonándose confiadamente a la gracia, dejando de lado los propios planes y comodidades se dice verdaderamente “sí” a Dios. Y cada “sí” da frutos, porque se adhiere a un plan más grande, del que sólo vislumbramos detalles, pero que el Artista divino conoce y lleva adelante, para hacer de cada vida una obra maestra. En este sentido, san José representa un icono ejemplar de la acogida de los proyectos de Dios. Pero su acogida es activa, nunca renuncia ni se rinde, «no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte» (Carta ap. Patris corde, 4). Que él ayude a todos, especialmente a los jóvenes en discernimiento, a realizar los sueños que Dios tiene para ellos; que inspire la iniciativa valiente para decir “sí” al Señor, que siempre sorprende y nunca decepciona.

La segunda palabra que marca el itinerario de san José y de su vocación es servicio. Se desprende de los Evangelios que vivió enteramente para los demás y nunca para sí mismo. El santo Pueblo de Dios lo llama esposo castísimo, revelando así su capacidad de amar sin retener nada para sí. Liberando el amor de su afán de posesión, se abrió a un servicio aún más fecundo, su cuidado amoroso se ha extendido a lo largo de las generaciones y su protección solícita lo ha convertido en patrono de la Iglesia. También es patrono de la buena muerte, él que supo encarnar el sentido oblativo de la vida. Sin embargo, su servicio y sus sacrificios sólo fueron posibles porque estaban sostenidos por un amor más grande: «Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración» (ibíd., 7).

Para san José el servicio, expresión concreta del don de sí mismo, no fue sólo un ideal elevado, sino que se convirtió en regla de vida cotidiana. Él se esforzó por encontrar y adaptar un lugar para que naciera Jesús, hizo lo posible por defenderlo de la furia de Herodes organizando un viaje repentino a Egipto, se apresuró a regresar a Jerusalén para buscar a Jesús cuando se había perdido y mantuvo a su familia con el fruto de su trabaja, incluso en tierra extranjera. En definitiva, se adaptó a las diversas circunstancias con la actitud de quien no se desanima si la vida no va como él quiere, con la disponibilidad de quien vive para servir. Con este espíritu, José emprendió los numerosos y a menudo inesperados viajes de su vida: de Nazaret a Belén para el censo, después a Egipto y de nuevo a Nazaret, y cada año a Jerusalén, con buena disposición para enfrentarse en cada ocasión a situaciones nuevas, sin quejarse de lo que ocurría, dispuesto a echar una mano para arreglar las cosas. Se podría decir que era la mano tendida del Padre celestial hacia su Hijo en la tierra. Por eso, no puede más que ser un modelo para todas las vocaciones, que están llamadas a ser las manos diligentes del Padre para sus hijos e hijas.

Me gusta pensar entonces en san José, el custodio de Jesús y de la Iglesia, como custodio de las vocaciones. Su atención en la vigilancia procede, en efecto, de su disponibilidad para servir. «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre» (Mt 2,14), dice el Evangelio, señalando su premura y dedicación a la familia. No perdió tiempo en analizar lo que no funcionaba bien, para no quitárselo a quien tenía a su cargo. Este cuidado atento y solícito es el signo de una vocación realizada, es el testimonio de una vida tocada por el amor de Dios. ¡Qué hermoso ejemplo de vida cristiana damos cuando no perseguimos obstinadamente nuestras propias ambiciones y no nos dejamos paralizar por nuestras nostalgias, sino que nos ocupamos de lo que el Señor nos confía por medio de la Iglesia! Así, Dios derrama sobre nosotros su Espíritu, su creatividad; y hace maravillas, como en José.

Además de la llamada de Dios —que cumple nuestros sueños más grandes— y de nuestra respuesta —que se concreta en el servicio disponible y el cuidado atento—, hay un tercer aspecto que atraviesa la vida de san José y la vocación cristiana, marcando el ritmo de lo cotidiano: la fidelidad. José es el «hombre justo» (Mt 1,19), que en el silencio laborioso de cada día persevera en su adhesión a Dios y a sus planes. En un momento especialmente difícil se pone a “considerar todas las cosas” (cf. v. 20). Medita, reflexiona, no se deja dominar por la prisa, no cede a la tentación de tomar decisiones precipitadas, no sigue sus instintos y no vive sin perspectivas. Cultiva todo con paciencia. Sabe que la existencia se construye sólo con la continua adhesión a las grandes opciones. Esto corresponde a la laboriosidad serena y constante con la que desempeñó el humilde oficio de carpintero (cf. Mt 13,55), por el que no inspiró las crónicas de la época, sino la vida cotidiana de todo padre, de todo trabajador y de todo cristiano a lo largo de los siglos. Porque la vocación, como la vida, sólo madura por medio de la fidelidad de cada día.

¿Cómo se alimenta esta fidelidad? A la luz de la fidelidad de Dios. Las primeras palabras que san José escuchó en sueños fueron una invitación a no tener miedo, porque Dios es fiel a sus promesas: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1,20). No temas: son las palabras que el Señor te dirige también a ti, querida hermana, y a ti, querido hermano, cuando, aun en medio de incertidumbres y vacilaciones, sientes que ya no puedes postergar el deseo de entregarle tu vida. Son las palabras que te repite cuando, allí donde te encuentres, quizás en medio de pruebas e incomprensiones, luchas cada día por cumplir su voluntad. Son las palabras que redescubres cuando, a lo largo del camino de la llamada, vuelves a tu primer amor. Son las palabras que, como un estribillo, acompañan a quien dice sí a Dios con su vida como san José, en la fidelidad de cada día.

Esta fidelidad es el secreto de la alegría. En la casa de Nazaret, dice un himno litúrgico, había «una alegría límpida». Era la alegría cotidiana y transparente de la sencillez, la alegría que siente quien custodia lo que es importante: la cercanía fiel a Dios y al prójimo. ¡Qué hermoso sería si la misma atmósfera sencilla y radiante, sobria y esperanzadora, impregnara nuestros seminarios, nuestros institutos religiosos, nuestras casas parroquiales! Es la alegría que deseo para ustedes, hermanos y hermanas que generosamente han hecho de Dios el sueño de sus vidas, para servirlo en los hermanos y en las hermanas que les han sido confiados, mediante una fidelidad que es ya en sí misma un testimonio, en una época marcada por opciones pasajeras y emociones que se desvanecen sin dejar alegría. Que san José, custodio de las vocaciones, los acompañe con corazón de padre.

Roma, San Juan de Letrán, 19 de marzo de 2021, Solemnidad de San José

El sí de Dios y el sí a Dios

Dios nos ha dado su sí, que es el que hace posible nuestro sí, por medio de Jesucristo. Y por él nos sigue dando, «toda clase de bienes, espirituales y celestiales» (Ef 1,3) y él nos «confirma en Cristo por el Espíritu» (2ª Cor 1,21).

Este sí de Dios por medio de Jesucristo, lo hemos visto en que: «dio su vida por nosotros», y su consecuencia es: «que también nosotros, hemos de dar la vida por los demás» (1ª de Jn 3, 16).

Vemos, que nuestro sí a Dios y a los demás, dependen de su sí, que es anterior al nuestro: «pues el Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo no fue sí y no, sino que en él sólo hubo sí» (2 Cor 1,19). Esta es la nueva vida que él nos da: el poder amar, puesto que ya no estamos encadenados ni destinados a la muerte.

Si bien la muerte sigue estando, ésta ya no tiene la última palabra, sino que la última palabra de Dios es Cristo que muere y que resucita, que vence a la muerte y que nos llama también a nosotros a la vida, a vencer con el.

Esa es la nueva vida que se nos da por el bautismo y que nos permite amar como Cristo nos ha amado, y así, cumplir su mandato, pues: «lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere» (Jn 5,21).

Acogiendo en nosotros esta Vida nueva, es como podemos decir: Amen, sí a Dios.  

La justicia es inmortal

En el libro de la sabiduría 1, 12-15, encontramos que la justicia es inmortal, de donde podemos entresacar que la muerte o lo mortal pertenece a lo injusto, a lo no querido por Dios.

Cuando muere alguien en edad joven o en circunstancias adversas, es cuando más experimentamos esta primera afirmación que hace referencia a la injusticia, pero curiosamente no nos percatamos de la segunda afirmación, la que hace referencia a qué es lo no querido por Dios. Efectivamente, la muerte es fruto del pecado y el pecado es lo contrario a Dios. Sólo el que vence el pecado, vence la muerte y este es Cristo.

Pero como, nos recuerda Os 6,1.2, Dios es el que desgarra y cura, golpea y venda, es decir, que no estamos fuera de él, sino que como nos recuerda San Pablo: «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Heh 17,28)

El Evangelio es y será siempre buena noticia, llamada a la salvación del pecado y de la muerte, pero como todavía, el pecado y la muerte tienen fuerza, serán siempre un impedimento para su anuncio y difusión, de ahí que San Pablo insista a su discípulo Timoteo, en la necesidad de tomar parte en los padecimientos del Evangelio según la fuerza de Dios (2 Tim 1,8-10). El mensaje de la cruz, siempre será escándalo para unos y necedad para otros, pero para los que se convierten, es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1º Cor 1, 18-31).

Así pues, nuestro destino no es otro que el estar con Cristo (jn 14, 1-4) y estar con Cristo es estar con el Padre, lo cual es participar de su misma vida inmortal y eterna. Cristo es por tanto el camino que nos conduce al Padre, fuente y origen de la vida, felicidad y gozo perpetuo. Mientras vamos de camino, experimentamos ya algo de eso, aunque con bastantes interferencias y siempre con el temor de que se acabe, pero Dios nos llama por medio de Jesucristo y alienta nuestro deseo de Eternidad, de manera que todo cuanto deseamos y anhelamos no es sino reflejo de ese querer estar con el Padre, por el Hijo y en el Espíritu.     

Falsas respuestas

Hay dos situaciones extremas que pueden llegar a presentarse como soluciones en circunstancias particularmente dramáticas, sin advertir que son falsas respuestas, que no resuelven los problemas que pretenden superar y que en definitiva no hacen más que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional y universal. Se trata de la guerra y de la pena de muerte

«En el que trama el mal sólo hay engaño, pero en los que promueven la paz hay alegría» (Pr 12,20). Sin embargo hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente «se nutre de la perversión de las relaciones, de ambiciones hegemónicas, de abusos de poder, del miedo al otro y a la diferencia vista como un obstáculo». La guerra no es un fantasma del pasado, sino que se ha convertido en una amenaza constante. El mundo está encontrando cada vez más dificultad en el lento camino de la paz que había emprendido y que comenzaba a dar algunos frutos.

Puesto que se están creando nuevamente las condiciones para la proliferación de guerras, recuerdo que «la guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos. Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental». Quiero destacar que los 75 años de las Naciones Unidas y la experiencia de los primeros 20 años de este milenio, muestran que la plena aplicación de las normas internacionales es realmente eficaz, y que su incumplimiento es nocivo. La Carta de las Naciones Unidas, respetada y aplicada con transparencia y sinceridad, es un punto de referencia obligatorio de justicia y un cauce de paz. Pero esto supone no disfrazar intenciones espurias ni colocar los intereses particulares de un país o grupo por encima del bien común mundial. Si la norma es considerada un instrumento al que se acude cuando resulta favorable y que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas incontrolables que hacen un gran daño a las sociedades, a los más débiles, a la fraternidad, al medio ambiente y a los bienes culturales, con pérdidas irrecuperables para la comunidad global.

(Carta Encíclica de SS Francisco, Fratelli Tutti, n. 255-257)

El aceite de la misericordia

Tampoco estamos hablando de impunidad. Pero la justicia sólo se busca adecuadamente por amor a la justicia misma, por respeto a las víctimas, para prevenir nuevos crímenes y en orden a preservar el bien común, no como una supuesta descarga de la propia ira. El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido.

Cuando hubo injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que pueden no haber tenido la misma gravedad o que no sean comparables. La violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes. Como enseñaron los Obispos de Croacia, «nosotros debemos a toda víctima inocente el mismo respeto. No puede haber aquí diferencias raciales, confesionales, nacionales o políticas».

Pido a Dios «que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz».

(Carta Encíclica de SS Francisco, Fratelli Tutti, n. 252-254)

Venganza o perdón

El perdón no implica olvido. Decimos más bien que cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado, relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón.

Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance de las fuerzas de la destrucción. Deciden no seguir inoculando en la sociedad la energía de la venganza que tarde o temprano termina recayendo una vez más sobre ellos mismos. Porque la venganza nunca sacia verdaderamente la insatisfacción de las víctimas. Hay crímenes tan horrendos y crueles, que hacer sufrir a quien los cometió no sirve para sentir que se ha reparado el daño; ni siquiera bastaría matar al criminal, ni se podrían encontrar torturas que se equiparen a lo que pudo haber sufrido la víctima. La venganza no resuelve nada.

(Carta Encíclica de SS Francisco, Fratelli Tutti, n. 250-251)