El discurso en parábolas (Mt 13,1‑23)
Abordamos la lectura del tercer discurso contenido en el evangelio de san Mateo: el discurso en parábolas, que coincide con el capítulo 13. Nos limitaremos a la primera parábola, con la introducción que la precede y la explicación que de ella da Jesús, es decir, los versículos 1‑23, ampliando el contexto: del final del capítulo 12, versículos 46‑50, al final del capítulo 13, versículos 53-58.
Decíamos que la palabra de Jesús es una palabra sometida a la libertad del hombre y, por tanto, frecuentemente objeto de contradicción: es una palabra que puede ser recibida, pero que también puede ser rechazada; una palabra que reune pero que también puede dividir. Quienes acogen la palabra de Jesús forman juntos una nueva familia, cuyo fundamento lo constituye su palabra. Esto es lo que Jesús mismo afirma al final del capítulo 12:
«Todavía estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con él. Él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Jesús viene a revelar un lazo entre los hombres que ya no es meramente el lazo «de la carne y la sangre», sino el lazo establecido por la Palabra de Dios, y en concreto por la fe y la obediencia a esa Palabra, por la respuesta que se le da, por la adhesión a la voluntad de Dios que ella propone. Por una parte, pues, Jesús envía a los suyos ‑como hemos visto en el segundo discurso‑ y, por otra parte, reúne. Y esa reunión no puede fundarse más que en la adhesión libre del hombre a la palabra que se le ofrece.
Encontramos, por otra parte, un texto bastante similar al final del capítulo 13, después de las parábolas que contiene ese capítulo. No se trata ya de la familia de Jesús, sino de las personas de su entorno que, como él, viven en Nazaret. Leemos en el versículo 53:
«Y sucedió que, cuando acabó Jesús estas parábolas, partió de allí. Viniendo a su patria, les enseñaba en su sinagoga, de tal manera que decían maravillados: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? [Sabemos que los términos «hermanos»y «hermanas» hay que entenderlos, en la sociedad judía, en un sentido más amplio que el habitual para nosotros hoy]. «Y se escandalizaban a causa de él. Mas Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe».
Los lazos de vecindad de que aquí se trata pueden ser muy flojos, y no necesariamente son significativos de las nuevas relaciones que Jesús viene a establecer: lazos de adhesión a su palabra y de acogida de los signos que realiza cumpliendo su misión. Jesús es aquel que, mediante su palabra, a la vez reúne y establece una especie de división entre los hombres. Esto es lo que va a aclarar ahora a través del discurso que nos presenta el principio del capítulo 13:
«Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Y se reunió tanta gente junto a el que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas».
Jesús prosigue aquí su ministerio de enseñanza, no ya desde lo alto de un monte, sino al borde del mar. Y la muchedumbre, como en tantos otros lugares del evangelio, se congrega a su alrededor. Para poder dirigirse a la multitud, ahora que no puede adoptar la distancia que le permitía la ladera de la montaña, Jesús se sube a una barca. Y se dirige a la multitud que hay ante él «en parábolas». La parábola presentada al principio del capítulo 13 es la primera e introduce al mismo tiempo todo el discurso en parábolas de Jesús, que pretende hacer comprender lo que significa hablar en parábolas y cómo el hombre puede situarse frente a la palabra de Jesús cuando se presenta en forma de parábola.
Cuando Jesús se sube a la barca, percibe inmediatamente el destino reservado a esta Palabra: es ofrecida a todos, pero puede ser acogida o no. Jesús percibe cómo la Palabra va a encontrar terrenos de desarrollo propicios o no. Y esto es lo que va a inspirar su propio mensaje, en el cual evocará, en cierto sentido, la situación en la que él mismo se encuentra.
Hemos tenido ocasión de hablar de esta doble sabiduría que Jesús encuentra en los hombres, la una, puramente humana‑ la otra, inspirada por Dios y a la que aceptan abrirse. Las mismas actitudes se observan frente al don que es la Palabra de Dios: este don se ofrece y tropieza con la libertad de los hombres. Jesús está en una relación tan directa con la voluntad humana que su vida misma depende de ella: puede ser acogido o rechazado por el hombre. ¿No decía en el discurso de la misión que el apóstol puede ser acogido o, por el contrario, ver cómo se le cierra la puerta? De esto es de lo que Jesús quiere hablar: de las puertas que permanecen cerradas, de las que se abren y de las que no permiten llegar al corazón de la casa. No busquemos ahora más allá el significado de esta parábola, porque el propio Jesús va a encargarse de hacerlo.
«Decía: «Salió un sembrador a sembrar»». Esto es lo que vive Jesús; él es el sembrador‑ y es también la semilla que el Padre quiere esparcir por la tierra.
«Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron».
La palabra que Jesús dirige, su enseñanza, su anuncio de la Buena Nueva, es para Jesús la semilla que quiere arrojar a la tierra. Pero descubre que a veces los pájaros vienen inmediatamente a comerse esa palabra.
«Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol, se agostaron y, por no tener raíz, se secaron».
Ésta es otra tierra que Jesús tiene ante sí, una tierra a la que las raíces no pueden aferrarse.
«Otras cayeron entre abrojos crecieron los abrojos y las ahogaron».
Otra situación más que Jesús vive: cuando la palabra es sofocada sin poder desarrollarse, sin encontrar un espacio donde madurar.
«Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga».
Jesús encuentra, finalmente, esta otra posibilidad: una respuesta acogedora, positiva, en una tierra buena que permite a la palabra dar fruto, y fruto abundante, que puede llegar hasta ciento, sesenta o treinta por uno. Y Jesús concluye invitando a acoger la palabra que acaba de pronunciar, a oír lo que acaba de decir: «El que tenga oídos, que oiga».
Pero resulta que, inmediatamente después, los discípulos se dirigen a Jesús para lograr comprender el sentido de la palabra dirigida a la muchedumbre:
«Y acercándose, los discípulos le dijeron: «¿Por qué les hablas en parábolas?». Él les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: ‘Oír, oiréis, pero no entenderéis‑, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane ».
La pregunta que los discípulos hacen a Jesús concierne directamente a la razón de las parábolas: ¿por qué habla Jesús así?‑ ¿por qué utiliza parábolas? Antes de entrar en la respuesta de Jesús, ¿no podemos recordar lo que se nos ha dicho a propósito de los signos que son los gestos de Jesús? Si esos gestos realizados por Jesús son signos ofrecidos tanto a sus beneficiarlos como a los que asisten al acontecimiento, ¿no está claro que esos signos pueden ser acogidos o rechazados, que pueden ser comprendidos o quedar incomprendidos? Recordemos las vivas reacciones de Jesús, en el capítulo 11, a propósito de Corazín, Betsaida y Cafarnaún.
Si eso ocurre con las obras de Jesús, ¿cómo asombrarse de que lo mismo ocurra con su palabra? La palabra de Jesús ‑como ya hemos dicho‑ es una palabra de revelación. No se sitúa, pues, únicamente como prolongación de otras palabras humanas: el sentido de que es portadora está siempre más allá de lo que, de inmediato, puede comprenderse en ella. Es posible comprender lo que dice Jesús superficialmente, sin acoger la revelación que transmite. También se puede, por el contrario, al tiempo que se acoge esta palabra, penetrar en el interior del sentido que ella revela.
Lo que ahora decimos a propósito del tercer discurso de Jesús podíamos ya enunciarlo en cierto sentido a propósito del Sermón de la Montaña. Cuando Jesús proclama: «Dichosos, los pobres, porque suyo es el Reino de los cielos», ¿no puede entenderse de manera que suscite una reacción negativa?; ¿cómo sostener que el miserable tiene la experiencia de una felicidad que el hombre rico ignora a pesar de que no le falte de nada? En cuanto al Reino de los cielos, ¿dónde situarlo?; ¿cómo reconocer su realidad?
Es conveniente, sin embargo, subrayar que el tercer discurso de Mateo se basa en el carácter simbólico de realidades naturales y de actividades humanas que remiten a diferentes aspectos del Reino de Dios. Cabe pensar que, durante los treinta años de su vida en Nazaret, Jesús habrá aprendido a reconocer, a través de muchos elementos de su experiencía cotidiana, una imagen simbólica de la presencia y la acción de su Padre tanto en la naturaleza como en el trabajo humano. Lo que Jesús quiere enseñar a sus discípulos es a descubrir el misterio de Dios y de su acción, simbolizado en numerosos aspectos de la existencia. Con sus parábolas, Jesús nos invita a aguzar la mirada.
Es verdad que, frente a sus discursos, el hombre es invitado a reaccionar libremente: o bien intenta comprender, captar y acoger lo que Jesús quiere decir a través de las palabras y las frases que pronuncia, o bien se cierra, no entra en la intimidad de su palabra ni la acoge. Esto es lo que Jesús explica respondiendo a la pregunta de sus discípulos: «¿Por qué les hablas en parábolas?». El les dice: «A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los cielos, pero a ellos no». ¿Quién ha dado a los discípulos lo que no ha dado a los demás? Ciertamente, es Dios quien da el comprender o no comprender; sin embargo, lo dado está relacionado con la manera que tiene el hombre de escuchar, de ver, de intentar entender lo que se le dice. Sería un error creer que Jesús Justifica una especie de «parcialidad» de Dios. Es verdad que el don de Dios es siempre gratuito, pero ello no es razón para que el espíritu se cierre a su mensaje. En respuesta a la pregunta de los discípulos, Jesús les dice: ¿no veis que, siguiéndome, vais progresivamente entrando en un modo de comprender que no les es dado a todos? Por estar conmigo, a través de las palabras que yo digo, vais poco a poco descubriendo el misterio que yo revelo.
Por supuesto, Jesús les explicará la parábola que acaba de exponer, como si quisiera, mediante un ejemplo, estimularlos a ir más allá de las imágenes utilizadas. Así, poco a poco, en la medida en que vayan abriendo los oídos, comprenderán mejor el alcance de las palabras de Jesús y de su mensaje. Lo que lleva a Jesús a concluir: «A quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará». Efectivamente, tal es la ley que rige la adhesión de la libertad: si se da, lleva cada vez más lejos; si el hombre se adhiere a Jesús, comprenderá cada vez mejor lo que quiere decir. Por el contrario, si el hombre se cierra al don de Dios que se le hace en Jesús, poco a poco irá perdiendo lo que creía saber, lo que creía comprender.
En la prolongación de esta reflexión, Jesús quiere explicar la razón de su enseñanza en forma de parábola: «Porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden». Jesús descubre en el corazón de los hombres que tiene ante sí una especie de bloqueo, una especie de rechazo que les impide acoger verdaderamente su enseñanza. Si bien oyen lo que Jesús dice, no lo entienden verdaderamente, porque no lo entienden en el fondo de sí mismos, en el fondo de su corazón, no dejando, por tanto, que esa palabra penetre en ellos. Así se cumple para ellos ‑prosigue Jesús‑ la profecía de Isaías‑ y cita extensamente el pasaje del capítulo 6 de Isaías: « oír oiréis, pero no entenderéis; mirar, mirareis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane». La ceguera y la sordera de las personas con respecto a la revelación de Jesús no es de orden físico: es la mente del pueblo la que está espesa; son los oyentes de Jesús los que deliberadamente se han taponado los oídos y han cerrado los ojos. En cuanto a los que escuchan la palabra y la reciben, la moción de su corazón consiste en entrar en la conversión operada por Jesús y acoger la curación que él ofrece.
De lo que aquí se trata, por tanto, es, ante todo, de parábolas‑ pero, en último término, se trata de la manera en que el hombre es llamado en cualesquiera circunstancias a situarse frente a la palabra de Dios.
Por eso, esta primera parábola puede considerarse una especie de parábola fundante en la que se manifiesta lo que ocurre con todo discurso de Jesús. Se trata de la manera de entrar o no el hombre en las parábolas y en el conjunto de la enseñanza que Jesús nos entrega en su evangelio. Se trata también, de manera aún más amplia, de las palabras que Dios sigue dirigiendo a cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida en la misma situación de libertad humana. Si nuestro corazón está abierto a Dios, si estamos disponibles a su acción, cualquier acontecimiento o gesto que percibamos basta para hacernos entrar de algún modo en el misterio de Dios. A veces nos basta con oír una palabra o una frase, o incluso con leer un pasaje de un libro, para descubrirnos más disponibles a la llamada de Dios. Basta con ser informados de ciertos acontecimientos para sentirnos en comunión con el trabajo que Dios opera en el universo… Pero si, por el contrario, nuestro espíritu no está abierto a Dios, si estamos cerrados a su mensaje y si nos mantenemos en la superficie exterior del mundo, todo se nos presenta como parábolas cerradas cuyo sentido no hay nada que nos lo revele.
¿No consiste toda la cuestión que se nos plantea, por tanto, en dejarnos guiar por la palabra de Dios de tal manera que todo cuanto ocurra tanto en nuestra vida personal como en la vida del mundo nos ponga en relación con Dios nos haga vivir más profundamente con él, sintiéndonos incitados a renovar nuestra acogida y a profundizar en nuestro compromiso con él? Esto es lo que Dios dice cuando habla de la doble situación: la de los discípulos, a los que es dado conocer los misterios del Reino, y la de aquellos a quienes no es dado conocerlos.
El texto prosigue, además, antes de abordar la explicación de la parábola que da Jesús:
« ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».
¿En qué consiste, pues, la situación privilegiada de los discípulos? Esencialmente, en esto: están frente a Jesús‑, pueden, por tanto, ver todo en Jesús y a partir de Jesús, entender todo a partir de la palabra de Jesús, en el interior de esa palabra. Ser dóciles a la palabra de Dios, hasta el punto de descubrir por todos lados que nos interpela, ¿no es lo que nos es dado en la medida en que estamos en relación íntima con el Señor Jesús y le descubrimos a él en el trabajo en toda cosa? Dichosos seremos, ciertamente, si nos damos cuenta de que su presencia está ahí donde está oculta y sellada para los demás. Nuestros ojos ven lo que los profetas desearon ver, es decir, al Mesías enviado por Dios para salvar al mundo.
Jesús ofrece entonces la explicación de la parábola del sembrador:
«Escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón; éste es el que fue sembrado a lo largo del camino».
Jesús explica, una tras otra, las diferentes suertes reservadas para los oyentes a la semilla arrojada en tierra. La primera es la de la semilla caída al borde del camino, donde de inmediato es eliminada. Se trata de los que escuchan la palabra sin comprenderla, permaneciendo cerrados, de modo que todo les resulta totalmente extraño e ininteligible. Y prosigue:
«El que fue sembrado en pedregal es el que oye la palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumbe enseguida».
En este caso, la semilla caída en tierra comienza a brotar, pero no tiene raíces. El hombre puede a veces situarse así frente a la palabra de Dios. Puede acogerla con alegría: « ¡Es extraordinario lo que Jesús nos dice!; ¡qué mensaje tan deslumbrante! ¿Quién habría podido imaginarlo?». La alegría del hombre parece entonces causada realmente por la palabra. Pero es inconstante y no permite que la palabra, pero no es constante y no permite que la palabra llegue hasta el fondo de sí mismo, que toque su corazón, que cambie su vida, que modifique su existencia y que sea así fuente de una vida renovada. Este hombre no puede abrirse a una vida renovada, porque hay en él una inconstancia radical, una especie de oportunismo ligado al momento en que se encuentra. La palabra es hermosa cuando la oye, pero enseguida oye otra cosa, pasa a otros discursos, se interesa por otros asuntos. «Es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumbe enseguida». Basta con que se le diga: no creo nada de lo que dices, y el discurso que él tenía sobre Jesús, la palabra de Dios y el mensaje del evangelio es por él mismo cuestionado, porque se deja bambolear al ritmo de las circunstancias.
Hay aún otra posibilidad para la palabra: dejarse sofocar por toda clase de intereses divergentes:
«El que fue sembrado entre los abrojos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda sin fruto».
Esta vez se trata de un corazón que no es libre, que no puede, por tanto, dejarse realmente habitar por la palabra de Dios, orientar por ella. Esta persona no quiere que la palabra de Dios establezca el orden en ella y penetre en todos los rincones de su ser, poniendo todo en su lugar. Este hombre se deja atrapar por las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas, es decir, por todo tipo de preocupaciones respecto del trabajo y diversas obligaciones, en lugar de dejarse penetrar por la palabra. Estas preocupaciones llegan finalmente a llenar todo el espacio del universo interior. La palabra no tiene, por tanto, posibilidad de desarrollarse sin ser pronto ahogada.
Queda por considerar la última posibilidad: la de la acogida positiva, dichosa y fructífera de la palabra:
«El que fue sembrado en tierra buena es el que oye la palabra y la entiende; éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta».
Si nuestra vida está en verdad disponible a la palabra de Dios, tal como nos la enseña el evangelio, atenta a lo que esta palabra nos enseña a cada instante, haciéndonos comulgar con la presencia de Jesús, da abundante fruto, porque realiza en nosotros lo que Dios quiere realizar en nuestra vida. Evitemos, no obstante, preguntarnos si los frutos que, por su gracia, logramos producir deben ser evaluados a treinta, sesenta o ciento por uno. No nos corresponde calcularlo, ni siquiera conocerlo. Lo único de lo que estamos seguros es de que debemos dejarnos atrapar radical y totalmente por la Palabra, de manera que ella gobierne, en la medida de lo posible, nuestra vida.