
El Evangelio nos presenta este domingo el primer gran discurso que Jesús dirige a la gente allá en las colinas que rodean el lago de Galilea. El Evangelio nos lo presenta así: «al ver Jesús la multitud, subió al monte: se sentó y se acercaron sus discípulos».
Jesús aparece, así como el nuevo Moises que proclama desde el monte el Evangelio de las bienaventuranzas, que son la carta magna del reino, donde declara bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre y sed de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos. ¿Qué es todo esto sino la expresión del deseo más profundo que hay en nuestro corazón? ¿No es este un deseo que toca nuestra condición humana en lo más profundo? ¿no deseamos todos que la pobreza termine, que el que llora deje de hacerlo, que el perseguido deje de estarlo? Pues bien, Jesús declara que este deseo profundo de nuestro corazón es también el deseo de Dios.
En efecto, cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia y enjuga las lágrimas de los que lloran. Las bienaventuranzas son, un pasar de la cruz a la resurrección, en nuestra existencia. Son en definitiva un retrato del Hijo de Dios, de Jesús, que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte, a fin de dar a los hombres la salvación.
Dice Pedro de Damasco, un antiguo eremita. Que «las bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el Reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios…una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra».
En la medida en que somos imagen de Cristo, vivimos las bienaventuranzas.
Y vivir las bienaventuranzas, es vivir y recorrer la historia de la santidad cristiana porque como escribía San Pablo: Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta (1ª Cor 1,27-28) y en otro lugar dice: ¿Quién nos separara del amor de Dios, manifestado en Cristo: la angustia, ¿el hambre la persecución, la tribulación, la indigencia, el peligro, la violencia? (Rom 8,35-39)
San Agustín, otro grande, nos dice que «lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no solo con espíritu sereno, sino incluso con alegría».
Hermanas y hermanos, hoy es un buen día para animarnos a seguir a Jesus por este camino de las bienaventuranzas y como María vivir en continua alabanza y acción de gracias, por poderlo hacer.