28 T.O. Ciclo A

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En una época bastante complicada, y en la que el desaliento estaba a la orden del día, Isaías, levanta su voz profética: Dios no abandona a su pueblo y pondrá fin a su tristeza y a su vergüenza llamando a la comunión con él.

El banquete del que nos habla es signo de alegría, de fiesta y de comunión con Dios y entre todos. De hecho, la imagen del banquete aparece a menudo en las escrituras para indicar la alegría de la comunión y de la abundancia de los dones del Señor, dejando intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad tal y como lo describe el propio Isaías: «Preparará el señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…, de vinos de solera; manjares exquisitos. El profeta añade que la intención de Dios es poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que todos los hombres vivan felices en el amor hacia él y en comunión recíproca. Su proyecto es eliminar la muerte, enjugar las lágrimas, quitar el oprobio y todo ello suscita gratitud y esperanza: «Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor, en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación» 

Pero ¿Cuál es la respuesta a esa iniciativa de Dios? El Evangelio nos dice que no todos responden con presteza a esa invitación, unos porque estaban ocupados en distintos asuntos; otros incluso por desprecio al rey. Sin Embargo, el rey lejos de desistir, lo que hace es invitar a otros comensales, hasta llenar la sala del banquete. De modo, que el rechazo de unos hace posible que la invitación se extienda a todos, con una predilección especial hacia los pobres y los desheredados. En el misterio pascual, en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, es donde hemos visto que el Señor rechazado por los suyos, invita a todos al banquete de su amor, dándonos con esa invitación el vestido nupcial de la gracia que hemos recibido en el bautismo y la regeneración bautismal que es la penitencia.

¿Qué es este vestido nupcial? San Gregorio dirá que el comensal que responde a la invitación tiene en cierto modo la fe que le abre la puerta del banquete, pero le falta algo esencial que es la caridad, por eso dirá que cada uno, que en la Iglesia tiene fe necesita también el vestido nupcial de la caridad que está compuesto de dos elementos: el amor a Dios y al prójimo. Todos estamos invitados a ser comensales del banquete, a entrar con la fe en el banquete, pero con el vestido nupcial que es la caridad, para vivir en un profundo amor a Dios y al prójimo.

La Eucaristía es ya el anticipo de ese banquete, que podamos participar en él y podamos vivir con alegría que Dios nos ama y que nos llama a la comunión con él y con todos.

 

Pentecostes

Pentecostés que era la fiesta de la cosecha pasó a ser la fiesta de la Alianza que Dios había hecho con su pueblo en el monte Sinaí. Dios que había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, hizo con él Alianza. De ahí brota la liberación, que comenzó en la salida de Egipto y que llegó a su plenitud en los diez mandamientos. La verdadera libertad del hombre depende, por tanto, del encuentro con Dios y de sus mandamientos.

Por eso en Pentecostés, el pueblo celebra el don de la ley, que lejos de ser una restricción o abolición de la libertad, es el fundamento de ésta y ese será el origen y fundamento de su constitución como pueblo de Dios, el pueblo que tiene a Dios como fundamento de su libertad.

El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y de fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos y así da origen a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.

El viento y el fuego que bajaron sobre la comunidad de los discípulos es ahora el desarrollo del acontecimiento del Sinaí y le da una amplitud nueva. El nuevo pueblo de Dios es un pueblo que viene de todos los pueblos, de modo que la Iglesia en su inicio es católica y esa es su esencia más profunda.

San Pablo lo explica diciendo: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un mismo espíritu. En la Iglesia caben por tanto todos los pueblos, no hay olvidados ni despreciados y en ella todos somos libres en cuanto que estamos unidos a Cristo Jesús.

Nosotros cerramos continuamente las puertas, buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios, pero, así como Cristo salió del Padre y se abajó al venir a nosotros, el descenso que nos pide es el del amor que es la verdadera subida, la verdadera altura del ser humano que es el mismo Cristo.

Él, al soplar sobre los discípulos les da el Espíritu, un gesto que nos recuerda la creación del hombre en el Génesis, donde se nos dice: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida». Desde entonces, la vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

El evangelio nos llama pues a vivir en el espacio del soplo de Jesucristo y a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte, nos podrá arrebatar.

«La paz con vosotros» dice Jesus a los discípulos. Esta paz no es algo, sino que es él mismo que se nos da especialmente en la Eucaristía; en la comunión de vida con Cristo y así llevar la paz de Cristo al mundo.

Que el Espíritu nos guíe en el conocimiento de la paz que viene del Señor y de cumplir sus mandatos, es decir de poder identificarnos con la voluntad del Padre, que se nos da en el momento presente y que quiere que nos salvemos y lleguemos a la verdad plena en el amor.  

La Ascensión del Señor

En esta fiesta de la Ascensión, la comunidad cristiana mira a Jesus que a los cuarenta días de la resurrección tal y como hemos escuchado en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, «fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos».

Jesus, en este misterio de su ascensión, nos muestra que él es el camino para ir al Padre y que con la fuerza del Espíritu, como celebraremos el próximo domingo, nos sostiene en nuestra peregrinación diaria  mientras vamos de camino, hasta que un día nos encontremos con él en el cielo.

La Eucaristía es una especie de ensayo de esa representación final. Frente a ese final, toda alegría y toda tristeza no dejan de ser algo provisional y todo apunta hacia ese lugar definitivo, que no está aquí, en este mundo, aunque es en este mundo donde nos vamos acercando a él en la medida en que se va transformando, de manera que poco a poco algo de este mundo pasa a formar parte del otro.

Cada Eucaristía es ocasión para que tenga lugar la ascensión de un poco de esta tierra al cielo. En cada Eucaristía nos vemos invitados a escoger, a elevarnos, a separarnos un poco de esta tierra. Tal vez preferíamos agarrarnos bien a lo que somos o a lo que tenemos, pero no olvidemos que adonde está nuestro tesoro, estará también nuestro corazón. Y si de verdad amamos a los que amamos, será con él y estando en él como los amaremos de verdad y para siempre y esa será nuestra verdadera alegría. Estar con Cristo y estar con todos los que amamos y con nosotros mismos, es una misma cosa.

En este día muchos comulgan por primera vez, anticipamos esa comunión plena, definitiva y eterna de todos los bautizados en Cristo, de todos los hombres de buena voluntad. Cuando pasará este mundo.

En este día una cierta nostalgia nos inunda, porque sentimos ese deseo de eternidad que anida en nuestro corazón, el deseo de contemplar sin velos el rostro de Dios. Pero es el momento de reconocer también que Cristo, no nos deja y que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

El espíritu nos recuerda continuamente el camino que es Cristo, el camino de las bienaventuranzas. Es el camino que brota de la muerte y resurrección de Cristo, que pasa por tanto por el sufrimiento, pero es a la vez el camino de la alegría santa, porque en Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada mucho más allá de nuestros estrechos horizontes y que solo podemos ver y conocer creyendo, esperando y amando.

Jesus, ascendido, vuelto al Padre, permanece con nosotros, solo ha cambiado de aspecto, lo encontramos en el pobre, y en el que sufre. La meta  es verlo glorioso, pero si antes lo acogemos en nuestro corazón por medio de la oración y en la acogida mutua, siendo así signos de su amor que sin dejar de ser encarnado acaba siendo un amor glorificado

2º Domingo de Cuaresma, ciclo A

Después de haber escuchado el domingo pasado el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, este domingo, se nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la de la transfiguración. Si bien el primero nos recuerda el gran duelo de Jesús en la pasión, la luz de su cuerpo transfigurado nos recuerda la gloria de la resurrección.

Así pues, estos dos domingos, nos invitan a fijarnos en los dos pilares que sostienen el camino de la cuaresma hacia la Pascua y de toda la vida cristiana, esto es: el paso de la muerte a la vida. Dice el texto que sus vestidos se volvieron blancos. Los padres, dirán que esa blancura simboliza la Escritura que por el misterio de la transfiguración se vuelve clara, transparente y luminosa. Así es, pues nosotros no podemos acercarnos al misterio de Cristo en la Escritura sino es porque Dios nos permite comprenderlo, acogerlo y amarlo. Y al igual que los discípulos, nosotros también estamos llamados a contemplar su gloria y como ellos, poder anunciar al mundo que esa gloria es la gloria del Padre. En una palabra, que, por medio de Jesucristo, nosotros tenemos acceso a él. 

El relato acontece en el monte Tabor, el monte es en la tradición bíblica el lugar del encuentro con Dios. Es el lugar de la oración. Y Jesús quiere compartir con los suyos, un momento de especial relevancia e intensidad. Es una teofanía, es decir, un espacio en el que Dios se manifiesta. Por una parte, Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, para que tengan la fuerza a la hora de afrontar el escándalo de la cruz. Por otro lado, la voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama que Jesús es el hijo predilecto, como el Hijo en el jordán, solo que ahora añade: «escuchadlo».

A nosotros esto nos dice que el camino de Jesus es el que nos conduce a la vida eterna y que para ello es necesario escucharle y seguirlo por el camino de la cruz, pero llevando en el corazón la esperanza de la resurrección.

La transfiguración es pues, la revelación de la íntima compenetración de su ser con Dios lo que le convierte en luz pura. En ese ser uno con el Padre, Jesus pasa a ser luz. Nosotros por el bautismo, que es la manifestación de que somos hijos de Dios, hemos pasado a ser iluminados y hemos pasado también a ser luz para los demás.

Que también nosotros podamos participar de esta visión, por medio de la Eucaristía e insistiendo en este tiempo cuaresmal, de manera especial en la oración continua y en la escucha de la palabra, como también privándonos de algo que nos permita mantener viva la presencia, aparte de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria. 

       

Fiesta de la Asunción de María a los cielos

Esta fiesta de la Asunción, por un lado, canta las maravillas de Dios, que da a María el don de la Asunción, como afirma solemnemente la Iglesia. Por otro lado, es un canto a la fidelidad de María y por último, es un motivo de esperanza para la Iglesia y para toda la humanidad, al contemplar en María, cómo una como nosotros, vence a la muerte y es elevada a la gloria.

La primera lectura es del libro del Apocalipsis 11, 19ª; 12,1-6ª.10ab. El lenguaje apocalíptico nos invita a pensar en una especie de sueño en el que salen a flote nuestros miedos y nuestras certezas, nuestras necesidades y nuestros deseos.

En él aparece una mujer; una especie de reina soberana sobre la luna, es decir sobre el otro lado de nuestra conciencia, nuestro inconsciente, y sobre las estrellas, que representan a las doce tribus de Israel, que vendrían a significar la historia. Es en este sentido, una señal de vida y una esperanza ante el futuro

Sin embargo, encontramos en ella también dolor y peligro, pues la mujer grita por los dolores del parto y teme al dragón que quiere devorar al niño. Es una lucha en la que vemos el peligro inminente de que nuestro sueño de una vida nueva se vea en peligro.

Finalmente, el niño nace y se salva lo que nos confirma en la verdad de que Dios es el que reina sobre nosotros y el que tiene las claves de la vida y de la historia. Ha sido perseguido por la serpiente, pero ha salido vencedor, esto es: ha resucitado. Y esta es la realidad que se refleja también en su madre, cuya victoria sobre la muerte celebramos como fruto primero de la muerte y resurrección del Hijo. Se abre así un camino de esperanza para la misma iglesia y para el mundo.

La segunda lectura es de 1ª Corintios 15,20-26, en ella vemos el mensaje de la resurrección, como es en realidad: el centro del mensaje cristiano. Si Cristo ha resucitado, entonces los muertos resucitan y esta es la gran afirmación que el apóstol destaca: la muerte será vencida en todos porque ha sido vencida en Cristo Jesús. Pues bien, esta verdad realizada en Jesús, se ve realizada ya como primicia en María.

El Evangelio es de Lucas 1,39-56. El encuentro de María e Isabel pone en relación el Antiguo con el Nuevo Testamento. Isabel saluda a la madre de su Señor y la proclama bienaventurada por su fe, exultando junto con su propio hijo por impulso del Espíritu Santo.

En el magníficat, los primeros cristianos cantan el poder, la misericordia, la santidad y la fidelidad de Dios manifestados en la muerte y resurrección de Jesús y María es la mejor cantora de este cántico, pues por su fe, se convierte en modelo para todo aquel que quiere comprender lo que significa el reconocimiento del señorío de Dios sobre su propia vida.

También nosotros por ella, nos volvemos capaces de reconocer el poder de Dios que actúa en la historia, haciendo justicia al pobre, y nos transforma también a nosotros, en siervos en los que actúa el Espíritu con su fuerza, llegando incluso a abandonar nuestro cuerpo al poder del Reino de Dios.

La Iglesia canta con María, su mismo cántico de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». 

         

6º Domingo de Pascua Ciclo C

6º Domingo de Pascua Ciclo C

Los cristianos no judíos de Antioquía, bien pronto tuvieron que hacer frente a ciertas dificultades como, si tenían que guardar o no las tradiciones de los judíos, siendo que no eran judíos.

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29, los Apóstoles reunidos en Jerusalén, decidieron algo importante para la marcha de la Iglesia y abrieron así, un punto de inflexión con respecto al judaísmo. Si para ser judío era imprescindible guardar la ley y las tradiciones judías, el cristiano, en cambio, es el que vive de la fe en Jesucristo y desde esta fe, experimenta la necesidad de la conversión y de dar muerte al pecado, para así acoger la presencia de Dios en él. Si hay que mantener algunas normas será para que pueda darse la comunión y evitar la división, pues estaba en peligro la unidad de la Iglesia. De este modo, lo que se pone de manifiesto es la libertad evangélica; algo que sin duda marcará toda la historia eclesial posterior.

El desafío entonces y ahora es el mismo; vivir en fidelidad a Jesucristo, lo que se traduce en una comunión que es la que hace creíble y posible la evangelización.

El Espíritu Santo junto a los apóstoles tanto entonces como ahora, es el que hace posible la fidelidad a las enseñanzas de Jesús, actualizando en cada momento su mensaje; garantizando esa fidelidad y adaptándola a las necesidades de cada época.

La segunda lectura es del libro del Apocalipsis 21,10-14.22-23, que nos viene acompañando durante toda la pascua y que nos habla en clave simbólica. Hoy llegamos a la conclusión, con la visión de la Jerusalén celeste, en contraste con Babilonia, la ciudad símbolo del mal.

De la Jerusalén que baja del cielo, se nos dice que esta amurallada, pero con tres puertas a cada uno de los lados que se corresponden con los puntos cardinales, por los que entran gentes de todos los pueblos de la tierra, dando lugar así al único pueblo de Dios, en el que los Apóstoles, como testigos de la resurrección, son sus fundamentos. La novedad está en que ahora el templo ya no es un lugar, sino una realidad nueva, que es la comunión con Dios y con el Cordero, cuya presencia resucitada es la luz que lo envuelve todo.

Como ocurrió en Jesús ocurrirá en su Iglesia: el camino de la pasión conduce a la gloria de manera segura y firme y es su presencia gozosa enmedio de los que se reúnen en su nombre, lo que celebramos y lo que aguardamos en plenitud.

El Evangelio es de Juan 14,23-29. En él, Jesús consuela a sus discípulos ante su partida, prometíéndoles una presencia continua y constante en aquellos que guardan sus palabras. Esta nueva manera de estar con nosotros, consiste en ser capaces de acoger a Dios en nuestro interior, de manera que por el Espíritu, Cristo sea para nosotros, vivo y actual. Y su palabra, una palabra viva dirigida al corazón de cada uno de nosotros. El Espíritu que se nos da es pues el gran hacedor de esta novedad, haciendo presente hoy en cada momento la salvación y el amor de Dios, que es presencia viva, realizada, por medio de Jesucristo muerto y resucitado; que nos recuerda el amor que Jesús nos tiene y la necesidad de amarnos unos a otros con ese mismo amor.

Así, como ocurrió en el Concilio de Jerusalén, el resultado de todo ello es la paz , pero no una paz como la paz que da el mundo, sino nueva, porque esa paz es él mismo en nosotros, una paz que nadie nos podrá quitar, una paz que nos permite amar, esperar, orar, actuar.

“Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. El destino de Jesús es también nuestro destino. Alegrarnos de su destino es alegrarnos del nuestro. Compartir la misión y el destino de Cristo es para nosotros, fuente de alegría y de gozo, pero de ahí también, la necesidad de un paráclito, un defensor y padre de los pobres, que nos invita a acogernos y a recordar la palabra de Jesús, que nos ilumina y nos muestra el camino de la verdadera paz.