
Con el gesto de la imposición de la ceniza comenzamos la cuaresma, un tiempo fuerte que nos llevará a la Pascua.
La primera lectura, del profeta Joel nos invita a una penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras. Esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en amor. Se nos invita a experimentar el amor misericordioso de Dios y a dejarnos convertir por él.
En la Segunda lectura de 2ª Corintios, el apóstol nos invita a mirar al Señor y a su santo nombre: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» esto es, que respondamos a la llamada de su amor misericordioso y que como «cooperadores suyos no echemos en saco roto la gracia de Dios». Es decir que seamos Evangelio viviente para los demás.
En el Evangelio de Mateo, Jesús, hace una relectura de las obras de misericordia, previstas por la ley de Moisés y que fueron poco a poco cayendo en un formalismo exterior e incluso en un signo de superioridad.
Jesus nos invita a salir de una practica centrada en nosotros y vivirlas como medio de confianza en Dios.
Es un triple ejercicio de confianza en Dios. Por el ayuno pasamos de la confianza en todo lo que nos alimenta, no solo el alimento corporal sino, también todo lo que nos rodea y nos sirve de alimento: medios de comunicación, redes sociales… a reconocer que Dios es nuestro verdadero alimento. El ayuno va unido a la abstinencia que es nuestra manera de unirnos a aquellos que no tienen lo necesario para vivir y su alimentación es pobre y precaria. A través de ellos, con todos los que sufren por cualquier causa.
Unido al ayuno y la abstinencia está la limosna. Nuestro ayuno tiene también un sentido solidario de ayuda a los demás con nuestras limosnas.
Y lo que da sentido a todo, que es la oración, que nos permite ayunar de nosotros mismos para abrirnos a Dios y a los demás. Jesús tanto en el desierto como en Getsemaní, vive de forma intensa la oración. Oración en diálogo con el Padre, a solas, de tú a tú. Oración que desenmascara los engaños del tentador. Oración que alcanza su culmen en la cruz, en la que nos abre el corazón de Dios.
La oración nos abre a Dios y a los demás y es la que mueve el mundo y nos introduce en la realidad de lo que lo sostiene y rige.