
La primera lectura del libro del levítico nos habla de la llamada a la santidad. Y junto a esta llamada a la santidad encontramos también la llamada a amar al prójimo como a sí mismo, que Jesus invoca cuando le preguntan por el mandamiento más importante de la ley. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo serán pues el resumen de la ley, que tiene como meta la santidad de Dios, es decir la participación de su misma vida.
En el Evangelio seguimos escuchando el sermón de la montaña y hoy Jesus nos da una clave para vivirlo: «Sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto».
Ser santo, o ser perfecto, nos parece algo muy elevado, algo que está al alcance de muy pocos; a la mayoría esto nos viene un poco grande, pero en realidad se trata de vivir como hijos de Dios cumpliendo su voluntad. Si Dios es Padre, nosotros debemos vivir como hijos, y el hijo es el que sabe lo que al Padre le gusta y lo pone por obra.
Jesús, nos recuerda como nosotros podemos hacer lo que a Dios le agrada:
«Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro padre celestial». Esto es algo profundamente nuevo y a la vez nada nuevo, es algo que o lo hacemos en el nombre de Jesús o no lo hacemos. Esto supone un estar en él y un vivir en él que es el que cumple la voluntad del Padre, entregándose por todos nosotros. He aquí el amor en su expresión máxima, pues nadie había dado su vida por un enemigo y Jesus lo ha hecho. Luego eso de amar a los enemigos, él lo cumple hasta las últimas consecuencias.
¿Seremos nosotros capaces y dignos de vivir en este amor?
Sí, en la medida en que nos sabemos inmersos en el amor de Dios. Alguien decía que, si un pez se pusiera a enumerar lo que le rodea, lo último de que se daría cuenta es de que está rodeado de agua. Pues también nosotros, en la medida en que tomamos conciencia de que el amor de Dios nos rodea, podemos vivir, expresar y manifestar ese amor que es el que movió a Jesus a dar su vida por nosotros cuando aún éramos pecadores.
Este es el estilo de vida, tan antiguo como a la vez nuevo, que el Señor inauguró y que nos hace caminar por la senda de la santidad y de la perfección. Este es el estilo de vida que han vivido todos los que se ha tomado en serio su ser cristiano.
Que podamos pues amarnos y acogernos como hermanos e hijos del Padre que está en los cielos y participar así de su perfección.