Con la fiesta de Pentecostés, se completa el tiempo de pascua. Jesús, después de resucitar y de ascender al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que participemos en su misma vida divina y así dar testimonio de él en el mundo.
El Evangelio alude a dos elementos para visualizar el Espíritu Santo: el viento y el fuego. Tanto lo uno como lo otro, nos recuerdan a Moises cuando estaba en el monte Sinaí y Dios le entrega las tablas de la ley. Esto aconteció cincuenta días después de la salida de Egipto, siendo este el pentecostés que celebra el pueblo judío. En relación con ese acontecimiento, los cristianos, celebramos cincuenta días después de la Pascua de resurrección, la fiesta de Pentecostés y en ella lo que celebramos no es el don de la Ley sino el don del Espíritu o también: la nueva ley.
Así pues, el Evangelio, nos presenta la fiesta de Pentecostés como un nuevo Sinaí, en donde el pacto de Dios se extiende no ya a un pueblo, sino a todos los pueblos de la tierra, de forma que el pueblo de Dios que quedó configurado en el Sinaí con el don de la ley, ahora con el don del Espíritu, se amplía hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo, y dando lugar a un único lenguaje comprensible por todos: el lenguaje del amor.
Jesús, les dice a los discípulos, que se irá y que volverá, pero que mientras tanto, no los abandonará, no los dejará huérfanos, sino que les enviará el consolador, el Espíritu del Padre, y será él el que muestre que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre. Pues bien, ese amor entre el Padre y el Hijo es lo que se nos da, esto es, el amor que le lleva a darse y a entregarse por todos en la cruz, haciéndonos así partícipes de ese amor.
El libro de los Hechos, insiste en que los apóstoles estaban reunidos en el cenáculo y que todos ellos perseveraban en la oración, teniendo un mismo Espíritu. Recordaba el Papa Benedicto, en este sentido, que para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario -sin quitar nada a la libertad de Dios – que la Iglesia esté menos ajetreada en actividades y más dedicada a la oración.
También los Hechos de los Apóstoles, hacen hincapié en que el Espíritu Santo vence el miedo. De hecho, los discípulos se habían refugiado en el cenáculo después del arresto de Jesús y allí habían permanecido ocultos, no fuese que les pasara lo mismo que a Jesús. Este miedo desaparece en buena medida con la resurrección, pero no fue hasta que el Espíritu Santo se posó sobre ellos, cuando salieron del cenáculo sin miedo alguno, sabiendo que Cristo ha vencido y que nosotros vencemos con él.
El Espíritu, en definitiva, nos permite saber que estamos en las manos del amor de Dios y que pase lo que pase, su amor infinito no nos abandona. Así lo vemos de manera especial en todos los santos y en todos los testigos de la fe.
La Iglesia es también la obra del Espíritu que, a pesar de las limitaciones humanas, está presente en la historia impulsándola hacia su plenitud.
Que este Espíritu nos santifique, nos llene de vida y de esperanza y nos haga testigos del amor de Dios hasta los confines del mundo.