5º Domingo de cuaresma, ciclo B

El Evangelio de este domingo nos narra aspectos de la última fase de la vida pública de Jesús y cómo algunos griegos y judíos se sintieron atraídos por lo que Jesús estaba haciendo en lo que diríamos la sed de ver y comprender a Cristo que experimenta todo hombre.

La respuesta de Jesús nos orienta hacia el misterio pascual: «ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre». Con esta luz que viene de la pascua, podemos comprender igualmente la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico: «yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Y es que el amor de Jesús no tiene otra altura que la altura de la cruz.

Al acercarse los días de la pasión, el Señor mismo nos explica como podemos asociarnos a su misión a través de una imagen sencilla y sugestiva: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto», es decir, que el amor es más fuerte que la muerte. Pero en esta situación aparece la tentación de pedir: sálvame, no permitas la cruz: «Ahora mi alma, dice, está turbada y ¿Qué voy a decir? ¿Padre líbrame de esta hora? Vemos aquí una anticipación de la oración de Getsemaní. Pero aún así, mantiene su adhesión filial al plan divino, pues sabe que para esto precisamente ha llegado a esta hora y con confianza ora: «Padre glorifica tu nombre». Con esto quiere decir: Acepto la cruz, en la que se glorifica el nombre de Dios, esto es: la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del monte de los olivos: «no se haga mi voluntad sino la tuya». Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. He ahí un ejemplo de lo que debe ser nuestra oración: un dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse con la voluntad divina.

Del mismo modo, en la segunda lectura, de la carta a los hebreos, vemos como Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas con clamor y lágrimas invocando a aquel que puede liberarlo de la muerte, pero abandonándose siempre a las manos del Padre y precisamente por esa filial confianza en Dios, fue escuchado, en el sentido de que resucitó, recibió la vida nueva y definitiva.

Podemos afirmar, que no existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del amor esto es: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse.

Que nosotros podamos decir con San Agustín: «Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: que no se apague aquí nuestro corazón; sino que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue colgado de un madero, crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro, sepultados con él, olvidemos las cosas pasadas. Está sentado en el cielo; traslademos nuestros deseos a las cosas supremas.

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