Hace unos días tuve la oportunidad de presenciar un bautismo de adultos. Y entre las preguntas previas había una: ¿qué esperas del bautismo? A lo que el catecúmeno respondía: «la vida eterna». Ahora bien ¿Qué es la vida eterna? Podemos decir que es la verdadera vida, la felicidad en un futuro desconocido, pero también podemos decir que por el bautismo entramos en la gran familia de los hijos de Dios y esta compañía de amigos de Dios es eterna, porque es comunión con Cristo vencedor de la muerte.
El bautismo, por tanto, nos inserta en la comunión con Cristo, vencedor del mal, del pecado y de la muerte, que nos da la vida eterna.
También hay en el ritual del bautismo otras preguntas como las de las renuncias. Se dice «no» a lo que los antiguos llamaban «pompa diaboli», esto es a la vida donde la muerte la crueldad y la violencia estaba tan presente en aquellas fiestas paganas o lo que hoy también significa rechazo de la vida, pensemos por ejemplo en la droga, en el desprecio o cosificación del otro de tantas maneras. A esa aparente felicidad, a esta pompa de una vida aparente, se le dice «no» y en cambio se dice «sí» al Dios vivo, a Dios creador, en una palabra, sí a Cristo, es decir a un Dios que no permaneció oculto sino un Dios que tiene cuerpo y que nos da vida. Un sí también a la comunión eclesial por la que Cristo entra en nuestra vida, en nuestro tiempo, en nuestros trabajos y en nuestro mundo.
Si la Navidad y la Epifanía sirven para abrirnos al misterio de Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del bautismo de Jesus nos introduce en una relación personal con él ya que Jesús se ha unido a nosotros mediante la inmersión en las aguas del Jordán.
El Evangelio narra que mientras Juan el bautista predica a orillas del rio Jordán proclamando la urgencia de la conversión con vistas a la venida ya próxima del Mesías, Jesús se presenta mezclado entre la gente para ser bautizado. Ciertamente el bautismo de Juan es distinto del sacramento que instituirá Jesús, pues cuando sale del agua, resuena una voz desde el cielo y baja sobre él el Espíritu Santo, el Padre lo proclama hijo predilecto y testimonia su misión salvífica que se cumplirá plenamente con su muerte en la cruz y su resurrección.
Así pues, con el bautismo, no nos sumergimos simplemente en las aguas del Jordán para proclamar nuestro compromiso de conversión, sino que, por la sangre redentora de Cristo, somos salvados al devolvernos la dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente «hijos» de Dios».
Que esta fiesta nos ayude a descubrir la belleza de nuestro bautismo que nos renueva a imagen del hombre nuevo y nos santifica. Vivamos la alegría de ser hijos, nacidos y renacidos a una nueva existencia divina. No solo nacidos del amor de un padre y de una madre sino renacidos por el amor de Dios mediante el bautismo.