27 Domingo del T.O. Ciclo A

Después de haber escuchado el domingo pasado la parábola de los dos hijos, enviados a trabajar en la viña, escuchamos este domingo la de los trabajadores homicidas. La pregunta que queda pendiente de resolución es: Cuando vuelva el dueño de la viña ¿qué hará con esos labradores homicidas? El Evangelio nos muestra la respuesta.

En primer lugar, la imagen de la vid es bastante frecuente en la Escritura. Si el pan representa el alimento y todo lo que el hombre necesita para vivir, el agua la fertilidad de la tierra que hace posible la vida, el vino y también la vid es sinónimo de alegría y de fiesta, en la que experimentamos de alguna manera el sabor de lo divino. La historia de amor de Dios con la humanidad bien puede equipararse a la de una viña, de la que se espera buena uva y no agrazones. La buena uva es el derecho y la justicia. En cambio, los agrazones son la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión.

En el Evangelio, más aún, los trabajadores, quieren convertirse en propietarios, no quieren tener un amo, y por ello, echan al hijo fuera de la viña para asesinarlo. No es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero rechazo de Dios, y este es el misterio de la cruz. Pero Dios entonces interviene, de forma que la muerte del Hijo no es el fin de la historia, sino que de la muerte del hijo brota la vida, se forma una nueva viña. El que cambió el agua en vino, convierte ahora el vino en su sangre. Su sangre es amor y ese amor es el verdadero vino que Dios esperaba de nosotros.

Cristo es pues la verdadera vid que da buen fruto, el fruto de su amor por nosotros y su muerte es una muerte que da vida porque es un acto de amor y así es como el amor vence a la muerte.

Si permanecemos unidos a él como los sarmientos a la vid daremos fruto también nosotros. Ya no produciremos el vino amargo de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación, sino el vino nuevo de la alegría en Dios y del amor al prójimo.

Por el bautismo, nosotros hemos sido injertados en Cristo, verdadera vid. Pidámosle que nos ayude a dar fruto sabiendo que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo siempre y esta es la buena noticia que la Iglesia no se cansa de proclamar. Pablo VI nos lo recordaba cuando decía que: «el primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada».

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