15 Domingo del T.O. Ciclo A

La Palabra del Señor, tiene una fuerza intrínseca. Así como del agua depende el ritmo de la naturaleza y de la vida, así de la palabra de Dios depende nuestra conversión, la vida nueva en los corazones y el sustento de nuestro espíritu, pues así como el Verbo se encarnó en el seno de María, quiere encarnarse en nosotros y en nuestro mundo.

El Evangelio nos habla de la Palabra, empleando la imagen de la semilla, pues toda semilla, no solo tiene un inmenso potencial de vida, sino que se desarrollará según la acogida que reciba.

Mas aún, como la cáscara resguarda la semilla, la parábola resguarda la enseñanza de Jesús. De ahí que, al que no tenga el deseo sincero de comprender y convertirse, aun aquello que tiene se le quitará, pues su interés es pobre y momentáneo, pero Dios como buen sembrador, esparce el mensaje por todas partes, pero requiere de nuestra colaboración, es decir de la escucha atenta, intensa y solícita de la Palabra, de modo que penetre profundamente en el corazón y lo sane, pero la insensibilidad, la superficialidad, la infinidad de intereses egoístas, son lugares en donde la semilla, no podrá crecer. En cambio, cuando la semilla es acogida con un corazón bueno producirá su fruto de gracia conforme al don de Dios.

La Palabra de Dios es, además, una palabra que comunica, es decir, que pone en común lo que él es. Un corazón que no acoge la Palabra es un corazón endurecido, que rechaza la comunión con Dios. Si nuestro corazón es superficial, la Palabra no podrá echar raíces y consecuentemente Dios no podrá acampar entre nosotros. Si se inquieta con afanes mundanos, la Palabra no crecerá y la verdadera alegría quedará asfixiada, ahogada por ilusiones y espejismos.

En cambio, seremos dichosos si nos presentamos ante Dios con un corazón dispuesto a escuchar, de modo que el Hijo palabra viviente, crezca en nosotros, tomando cuerpo en nuestra vida, en nuestras relaciones y en nuestras múltiples acciones.

Mientras tanto, la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente, como nos lo recordaba el Apóstol S. pablo en la segunda lectura y nosotros gemimos aguardando la redención de nuestro cuerpo. Es decir, que los padecimientos del tiempo presente están llamados a ser instrumento de redención. En una palabra, que hay que morir como la semilla para engendrar vida.

Que vivamos el momento presente con intensidad, de modo que se convierta para nosotros en el embajador de la presencia de Dios, de su voluntad salvífica para todos y cada uno de nosotros.

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