
Esta Sabiduría, presente en la historia, se actualiza en Jesús. San Juan, cuando habla del «Verbo», tiene como trasfondo este texto que leemos hoy, y lo utiliza refiriéndose a la teología de la Palabra, en cuanto fuerza que crea, revelación que ilumina, persona que vivifica. Cristo es así, la Palabra última y definitiva de Dios, la auténtica sabiduría hecha visible. Esta sabiduría que ha echado raíces en Israel, lo hace ahora en la Iglesia y en los creyentes y podemos recurrir a ella en toda ocasión, sobre todo en las dificultades y complejidades de nuestra existencia.
La segunda lectura, es de Efesios 1,3-6.15-18, y nos presenta el plan de Dios manifestado en Cristo. En él, el Padre es la fuente, El Espíritu es la garantía de la herencia que se nos da y el Hijo, es el que todo lo cumple y lleva a cabo con la entrega de sí, hasta el don de la vida. El objetivo primero de este plan, es la salvación del hombre y el objetivo final es la gloria de Dios. Estamos por tanto, dentro de ese amor que envuelve al Padre, al Hijo y al Espíritu y es por la mediación eclesial por la que recibimos la filiación y el perdón de los pecados.
Nuestro Dios es un Dios de bendición y de paz. Tanto la Navidad como la Pascua son expresión de esa bendición sin medida. De ahí brota la acción de gracias por las maravillas que Dios ha hecho y sigue haciendo en nosotros.
El Evangelio es el mismo de Navidad: Juan 1,1-18. En él, destaca la presencia de Jesús Palabra y lo hace en tres momentos: Primero la preexistencia de la Palabra. Segundo: la venida histórica de las Palabra entre los hombres y finalmente: la Encarnación de la Palabra.
Esta Palabra que había entrado por primera vez en la historia humana con la Creación, viene ahora a morar entre los hombres con su presencia activa: «Y el Verbo se hace carne», es decir, se ha hecho hombre en la debilidad, fragilidad e impotencia del rostro de Jesús de Nazaret para mostrarnos así su infinito amor, que da cumplimiento a la obra que el Padre le ha confiado.
La cruz, se convierte así en la expresión máxima de un amor que supera la lógica humana y que cuando lo acogemos, nos transforma en Hijos queridos, que llaman a Dios Padre.